Bernie se detuvo en un bar de la carretera Siete, a las afueras de Danbury. Se sentó en un taburete de la barra y pidió una hamburguesa especial, patatas fritas y café. Cada vez más satisfecho a medida que masticaba y tragaba, rememoró con placer las animadas horas transcurridas desde que había salido de su casa por la mañana.
Después de lavar el coche, se había comprado una gorra de chófer y una americana oscura de segunda mano en Lower Manhattan. Creía que ese uniforme lo pondría por encima de todos los taxistas piratas de Nueva York. Luego enfiló hacia el aeropuerto de La Guardia y aparcó en la zona de llegadas, junto con los otros conductores que esperaban conseguir algún pasajero.
Tuvo suerte inmediatamente. Un tipo de unos treinta años bajó por la escalera mecánica y buscó su nombre en los carteles que sostenían los conductores. No lo esperaba nadie. Bernie le leyó el pensamiento. Probablemente había contratado un coche de alguno de esos servicios tirados y se lo estaba reprochando a sí mismo. La mayoría de los que trabajaban en esas empresas acababan de llegar a Nueva York y se pasaban los primeros seis meses de trabajo perdiéndose.
Bernie se acercó al hombre, le ofreció llevarlo a la ciudad y le advirtió que no se encontraría con una limusina de lujo, pero sí con un buen coche, limpio, y el mejor conductor que podía encontrar. Le pidió veinte dólares por llevarlo a la calle 48 Oeste, y llegaron en 35 minutos. Hasta le dio una propina de diez dólares. «Conduces de maravilla», le dijo mientras le pagaba.
Bernie recordó el cumplido con placer mientras cogía una patata frita y sonreía. Si seguía haciendo dinero a ese ritmo, y con la paga de las vacaciones y la indemnización, podía pasar bastante tiempo hasta que su madre se enterara de que ya no tenía trabajo. Ella jamás lo llamaba al garaje. No le gustaba hablar por teléfono. Decía que le daba dolor de cabeza.
Y ahí estaba él, libre como un pájaro, sin tener que rendir cuentas a nadie, dirigiéndose a donde vivía Meghan Collins. Había comprado un mapa de Newtown y lo estaba estudiando. La casa de los Collins estaba en Bayberry Road y sabía cómo llegar hasta allí.
A las dos en punto, pasaba despacio por delante de la casa de tejas blancas y postigos negros. Entrecerró los ojos, empapándose de cada detalle. El amplio y bonito porche tenía un toque elegante. Pensó en sus vecinos de Jackson Heights que habían cubierto el jardín de atrás con cemento y ahora lo llamaban «su patio».
Bernie estudió el terreno. Había un enorme rododendro a la izquierda del sendero de asfalto; un sauce llorón casi en el centro del jardín. Un seto de siempreverde que separaba la casa de los Collins de la colindante.
Satisfecho, apretó el acelerador. Por si lo observaban, no sería tan idiota de girar en redondo ahí mismo. Dobló la esquina y frenó de golpe. Casi atropello a un perro estúpido.
Un chico cruzó corriendo el jardín. Bernie oyó a través de la ventanilla que llamaba frenéticamente al perro.
—¡Jake! ¡Jake!
El perro corrió hacia el chico y Bernie arrancó otra vez. La calle era lo bastante silenciosa como para alcanzar a oír al niño a pesar de la ventanilla cerrada.
—Gracias, señor. Muchas gracias.
*****
Mac llegó a la oficina de medicina forense de la calle 31 Oeste a la una y media. Meghan no llegaría hasta las dos, pero él ya había llamado y concertado una cita con el doctor Kenneth Lyons, director del laboratorio. Lo acompañaron hasta el quinto piso, al pequeño despacho del doctor Lyons, y le explicó sus sospechas.
Lyons era un hombre delgado de casi cincuenta años, afable, de ojos bondadosos e inteligentes.
—Esta mujer es un misterio. Sin duda no tiene el aspecto de alguien que pueda simplemente desaparecer y nadie la eche en falta. De cualquier forma, pensábamos extraer una muestra de su ADN antes de que la lleven a la fosa común. No hay ningún problema en tomar también una muestra de Miss Collins y ver si hay posibilidad de parentesco.
—Es lo que quiere Meghan.
La secretaria del médico estaba sentada a su escritorio, cerca de la ventana. Sonó el teléfono y respondió.
—Miss Collins está abajo —dijo.
Lo que Mac vio en la cara de Meghan cuando ésta salió del ascensor no fue la normal aprensión de observar un cadáver en el depósito. Había más dolor en sus ojos, en las líneas profundas y cansadas que se dibujaban alrededor de su boca. Creyó ver una tristeza que provenía del dolor que había vivido desde la desaparición de su padre.
Pero, con todo, Meghan sonrió cuando lo vio, una rápida sonrisa de alivio. «Es tan hermosa», pensó Mac. El cabello castaño estaba ligeramente despeinado, testimonio del viento de la tarde. Llevaba un traje blanco y negro de tweed y botas negras. La chaqueta cerrada con cremallera le llegaba a las caderas, la falda estrecha a las pantorrillas. Un jersey negro de cuello alto acentuaba la palidez de su rostro.
Mac la presentó al doctor Lyons.
—Abajo podrán estudiar a la víctima más de cerca que desde el cristal —dijo.
El depósito estaba antisépticamente limpio. En la pared había una hilera de cámaras frigoríficas. Detrás de la puerta de una habitación con una ventana de unos tres metros de largo que daba al corredor se oía un murmullo de voces. Mac sabía que estaban haciendo una autopsia.
Un ayudante los llevó casi hasta el final del pasillo. El doctor Lyons le hizo una seña y el hombre abrió una de las cámaras.
El cajón se deslizó sin ruido. Mac bajó la mirada y vio el cuerpo refrigerado y desnudo de una mujer joven. Tenía una única herida profunda de arma blanca en el pecho. A los lados yacían unos brazos delgados con los dedos de las manos abiertos. Miró la cintura estrecha, las caderas delgadas, las piernas largas, los pies con el arco bien definido. Por último estudió la cara.
El cabello castaño estaba enmarañado sobre los hombros, pero podía imaginarlo despeinado por el viento y lleno de vida como el de Meghan. La boca, generosa y con una expresión de tibia promesa, las pestañas espesas que se arqueaban sobre los ojos cerrados, las cejas oscuras que acentuaban la frente despejada.
Mac se sintió como si le dieran un violento puñetazo en el estómago. Estaba mareado, sentía náuseas, la cabeza le daba vueltas. «Podría ser Meg —pensó—, esto estaba destinado a sucederle a Meg».