El cuerpo de Helene Petrovic permaneció todo el martes en la habitación donde había muerto. Nunca se había relacionado mucho con los vecinos, ya se había despedido de sus pocos conocidos, y tenía el coche aparcado en el garaje del edificio.
A última hora de aquella tarde, el propietario del edificio pasó por allí y se la encontró muerta a los pies de la cama.
La muerte de una apacible embrióloga de New Mildford (Connecticut) apenas si tuvo resonancia en los noticiarios de televisión de Nueva York. No había rastros de que se hubiera forzado la puerta ni de ataque sexual. El bolso de la víctima, con doscientos dólares en su interior, estaba en la habitación, así que el robo quedó descartado.
Una vecina del edificio de enfrente declaró que había observado que Helene Petrovic tenía una visita, un hombre que iba a verla con asiduidad tarde por la noche. Nunca lo había visto bien, pero sabía que era alto. Pensaba que era su novio porque siempre dejaba el coche en la otra plaza del garaje de la doctora Petrovic. Sabía también que se marchaba durante la noche, porque por la mañana nunca veía su coche. ¿Con qué frecuencia lo había visto? Quizá una docena de veces. ¿El coche? Un turismo oscuro bastante nuevo.
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Después de encontrar el obituario de su abuela, Meghan llamó al hospital y le dijeron que su madre dormía y que su estado era satisfactorio. Cansadísima, buscó en el botiquín un somnífero y durmió de un tirón hasta que sonó el despertador a las seis y media.
Volvió a llamar al hospital y recibió la tranquilizadora respuesta de que su madre había pasado una noche tranquila y que sus constantes eran normales.
Meghan leyó el Times mientras tomaba un café y la impresionó leer en la sección de Connecticut la noticia de la muerte de la doctora Helene Petrovic. Había una foto de la mujer en la que sus ojos tenían una expresión triste y enigmática al mismo tiempo. «Hablé con ella en la Clínica Manning —pensó Meghan—. Era la jefa del laboratorio donde estaban los embriones congelados. ¿Quién habría matado a esa mujer callada e inteligente?», se preguntó. De repente se le ocurrió algo. Según el periódico, la doctora Petrovic había dejado su trabajo y tenía planeado marcharse de Connecticut a la mañana siguiente. ¿Tendría algo que ver con la negativa del doctor Manning a cooperar con el reportaje especial?
Era demasiado temprano para llamar a Tom Weicker, pero probablemente no era demasiado tarde para coger a Mac antes de que se fuera al trabajo. Meghan sabía que había algo más a lo que debía enfrentarse, y ése era tan buen momento como cualquier otro.
Mac respondió con tono apresurado.
—Mac, lo siento, sé que es un mal momento para llamarte, pero tengo que hablar contigo —le dijo.
—Hola, Meg. Por supuesto. Espera un momento por favor. —Debió de poner la mano sobre el teléfono. Meghan escuchó su voz exasperada en sordina—: Kyle, has dejado tus deberes sobre la mesa del comedor. —Cuando volvió a atenderla, le explicó—: Todas las mañanas lo mismo. Le digo que ponga los deberes por la noche en la cartera y no lo hace. Por la mañana grita que los ha perdido.
—¿Por qué no se los pones tú en la cartera?
—Porque eso no es educarlo. —Su tono cambió—. Meg, ¿cómo está tu madre?
—Bien. Creo que está bien. Es una mujer fuerte.
—Como tú.
—Yo no soy tan fuerte.
—Demasiado fuerte para mi gusto; mira que no contarme nada sobre la mujer que apuñalaron. Pero de eso hablaremos en otro momento.
—Mac, ¿podrías pasar por casa un momento camino del trabajo?
—Por supuesto; en cuanto «su majestad» coja el autobús de la escuela.
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Meghan sabía que no tenía más de veinte minutos para ducharse y vestirse antes de que llegara Mac. Se estaba cepillando el cabello cuando sonó el timbre.
—Sírvete un café —dijo—, lo que voy a preguntarte no es fácil.
¿Habían pasado sólo veinticuatro horas desde que habían estado sentados en esa misma mesa?, se preguntó Meghan. Parecía mucho más. Pero el día anterior ella estaba en estado de shock. Hoy, sabiendo que su madre estaba bien, se sentía capaz de enfrentar y aceptar la dura verdad que saliera a la luz.
—Mac —empezó—, eres especialista en ADN.
—Sí.
—La mujer que apuñalaron el jueves por la noche, la que se parecía tanto a mí.
—Sí.
—… Si se compara su ADN con el mío, ¿se podría establecer algún tipo de parentesco?
Mac arqueó las cejas y miró la taza que tenía en la mano.
—Meg, así es como funciona. Con un análisis del ADN podemos saber con certeza si dos personas son hijos de la misma madre. Es complicado y puedo mostrarte en el laboratorio cómo lo hacemos. Con un margen del noventa y nueve por ciento de seguridad podemos establecer si dos personas tienen el mismo padre. No es tan preciso como con la madre, pero podemos saber con bastante certeza si dos personas son hermanastros.
—¿Se puede hacer esa prueba conmigo y la mujer muerta?
—Sí.
—No pareces sorprendido de que te pregunte algo así.
Mac dejó la taza de café y la miró a los ojos.
—Meg, yo ya había decidido ir al depósito esta tarde a ver el cuerpo de esa mujer. En la oficina de medicina forense tienen un laboratorio de ADN. Quería saber si habían conservado una muestra de sangre antes de que la enterraran en la fosa común.
Meg se mordió el labio.
—Entonces estás pensando lo mismo que yo. —Entrecerró los ojos para evocar el rostro de la muchacha muerta—. Esta mañana tengo que ver a Phillip y pasar por el hospital —continuó—, después podemos encontrarnos en la oficina del forense. ¿A qué hora te va bien?
Fijaron la cita para las dos. Mac, mientras conducía, pensó que no le iba bien a ninguna hora ver el rostro de la muerta que se parecía a Meghan Collins.