El martes a las ocho de la tarde el movimiento en el garaje había disminuido casi por completo. Bernie, que solía hacer horas extras, había trabajado doce horas. Era el momento de marcharse.
No le importaba hacer horas extras. La paga era buena y también las propinas. El dinero extra de todos esos años le había permitido comprarse su equipo electrónico.
Cuando entro en la oficina para fichar antes de marcharse, le preocupó lo que vio. Ese día, mientras estaba revisando a la hora del almuerzo la guantera del coche de Tom Weicker por si encontraba algo interesante, no había reparado en que el jefe estaba en el garaje. Cuando levantó la vista, se lo encontró al otro lado de la ventanilla. El jefe se había alejado sin decir palabra. Eso era lo peor. Si le hubiera reñido, por lo menos se habrían aclarado las cosas.
Bernie fichó en el reloj. El supervisor de la tarde estaba sentado en la oficina y lo llamó. No tenía una expresión amistosa.
—Bernie, saca las cosas de tu taquilla. —Tenía un sobre en la mano—. Aquí tienes el sueldo, vacaciones, días de enfermedad y dos semanas de indemnización.
—Pero… —La protesta de Bernie murió en sus labios cuando el supervisor levantó la mano.
—Escucha, Bernie; sabes tan bien como yo que hemos tenido quejas de que han desaparecido dinero y objetos personales de los coches aparcados en este garaje.
—Jamás he cogido nada.
—No se te había perdido nada en la guantera del coche de Weicker, Bernie. Estás despedido.
Cuando llegó a casa, todavía enfadado y alterado, encontró a su madre dispuesta a meter unos macarrones congelados en el microondas.
—Ha sido un día terrible —le dijo mientras quitaba el envoltorio del paquete—. Los chicos de la esquina han estado chillando delante de casa. Les dije que se callaran y me llamaron vieja loca. ¿Sabes lo que hice? —No esperaba ninguna respuesta—. Llamé a la policía y me quejé. Uno de ellos pasó por aquí y se comportó de forma muy grosera conmigo.
Bernie la cogió del brazo.
—¿Has traído aquí a la poli, mamá? ¿Han bajado?
—¿Para qué iban a bajar?
—Mamá, no quiero ningún poli por aquí, nunca.
—Bernie, hace años que no voy al sótano. ¿Tienes todo limpio ahí abajo? ¿Eh, dime? No quiero que se llene todo de polvo. Estoy muy mal de la sinusitis.
—Está limpio, mamá.
—Eso espero. Eres muy desordenado, igual que tu padre. —Cerró el horno microondas de un portazo—. Me has hecho daño en el brazo. Me has apretado muy fuerte. No vuelvas a hacerlo.
—No, mamá. Lo siento, mamá.
*****
A la mañana siguiente, Bernie salió de casa a la misma hora que lo hacía siempre para ir al trabajo. No quería que su madre supiera que lo habían despedido. Ese día, sin embargo, enfiló hacia el túnel de lavado de coches, a pocas manzanas de su casa. Pagó por un servicio completo para su Chevrolet de ocho años: aspirado, limpieza del maletero, lustre del salpicadero, lavado y cera. Cuando el coche salió, seguía estando destartalado pero parecía respetable; por lo menos se veía el color verde oscuro.
Jamás lavaba el coche, salvo las pocas veces al año en que su madre anunciaba que el domingo iría a la iglesia. Por supuesto que si tuviera que llevar de paseo a Meghan sería otra cosa. Por ella, lo haría brillar de verdad.
Bernie sabía lo que iba a hacer. Había pensado en ello toda la noche. Quizá ésa fuera la razón por la que había perdido el trabajo en el garaje, quizá formara parte de una trama mayor. Hacía semanas que ya no le bastaba ver a Meghan sólo durante los instantes en que dejaba o cogía su Mustang o el coche del Canal 3.
Quería estar cerca de ella, filmarla para verla por la noche en el vídeo.
Compraría una cámara de vídeo en la calle Cuarenta y siete.
Pero tenía que conseguir dinero. No había mejor conductor que él, así que lo ganaría utilizando el coche como taxi pirata. Eso le daría también mucha libertad. Libertad para ir a Connecticut, donde vivía Meghan Collins cuando no estaba en Nueva York.
Tenía que tener cuidado de que no lo vieran.
«Se llama “obsesión”, Bernie —le había explicado el psiquiatra de Riker’s Island cuando Bernie le había suplicado que le dijera qué era lo que andaba mal en él—. Creo que te hemos ayudado, pero si esa sensación se apodera de ti otra vez, quiero que me lo digas. Significaría que quizá necesites cierta medicación».
Bernie sabía que no necesitaba ninguna ayuda. Lo único que necesitaba era estar cerca de Meghan Collins.