En la acogedora casa colonial de Helene Petrovic, en Lancesville, Nueva Jersey, su sobrina Stephanie estaba enfadada y preocupada. Esperaba un hijo al cabo de pocas semanas, le dolía la espalda y se sentía constantemente cansada. Para colmo, había tenido que preparar el almuerzo para Helene, que la había sorprendido al decir que llegaría al mediodía.
A la una y media, Stephanie había llamado a su tía, pero en el apartamento de Connecticut no contestaba nadie. En ese momento eran las seis y Helene todavía no había llegado. ¿Qué habría pasado? Quizá la había entretenido un recado de última hora y, como Helene hacía tanto tiempo que vivía sola, había perdido la costumbre de avisar a nadie de sus movimientos.
Stephanie se había sobresaltado cuando el día anterior Helene le había comunicado por teléfono su decisión de dejar el trabajo. «Necesito un descanso y me preocupa que pases tanto tiempo sola», le había dicho.
En realidad, a Stephanie le encantaba estar sola. Jamás se había podido dar el lujo de quedarse en la cama hasta que tuviera ganas de hacerse un café y recoger el periódico que habían repartido antes del amanecer. En los días auténticamente perezosos ni siquiera se levantaba sino que veía los programas matinales de televisión.
Tenía veinte años, pero parecía mayor. El sueño de su vida siempre había sido parecerse a la hermana menor de su padre, Helene, que al enviudar, veinte años atrás, se había marchado a Estados Unidos.
Ahora, esa misma Helene era su ancla, su futuro, en un mundo que ya no era como el que ella conocía. La breve y sangrienta revolución en Rumania había acabado con la vida de sus padres y destruido su hogar. Stephanie se había instalado con unos vecinos cuya casa era tan pequeña que no disponían de espacio para una persona más.
Helene, en el transcurso de los años, enviaba de vez en cuando algo de dinero y un paquete con regalos de Navidad. Stephanie, desesperada, le había escrito implorando su ayuda.
Pocas semanas más tarde estaba a bordo de un avión camino de Estados Unidos.
Helene era muy buena con ella. Pero Stephanie deseaba desesperadamente vivir en Manhattan, buscar trabajo en un salón de belleza y acudir a la escuela de cosmética por la noche. Su inglés ya era excelente; pese a que un año antes apenas sabía unas pocas palabras.
Casi había llegado el momento. Ella y Helene habían buscado apartamentos en Nueva York y encontrado uno en Greenwich Village que estaría libre en enero, y Helene le había prometido que irían de compras para decorarlo.
La casa de Nueva Jersey estaba en venta. Helene siempre había dicho que no dejaría su trabajo ni el apartamento de Connecticut hasta que estuviera vendida. «¿Qué le ha hecho cambiar de idea tan bruscamente?», se preguntó Stephanie.
Se apartó el cabello castaño claro de la despejada frente. Tenía hambre otra vez. Comería algo y cuando llegara Helene le calentaría la cena.
A las ocho, cuando estaba disfrutando con la reposición de Las chicas de oro, sonó el timbre de la puerta.
Suspiró, aliviada e irritada al mismo tiempo. Helene probablemente llevaría un montón de paquetes que no le permitían buscar sus llaves. El programa estaba a punto de terminar. «Después de tardar tanto, podía haber esperado un minuto más, ¿no?», se dijo mientras se levantaba del sofá.
Su sonrisa de bienvenida se desvaneció y desapareció en cuanto vio a un policía alto con cara de niño. Escuchó incrédula cómo le decía que Helene Petrovic había sido asesinada de un disparo en Connecticut.
Antes de que el dolor y la conmoción se apoderaran de ella, el único pensamiento claro de Stephanie fue preguntarse frenéticamente: «¿Qué será de mí?». La semana anterior, Helene había mencionado su intención de cambiar el testamento en el que dejaba todo lo que tenía a la Fundación de Investigación de la Clínica Manning. Ahora era demasiado tarde.