Meghan tomó un taxi hasta su apartamento en Battery Park City, en un extremo de Manhattan. Era un viaje caro, pero era tarde y estaba muy cansada. Cuando llegó a casa, la estremecedora impresión de haber visto a la muerta, en lugar de desvanecerse, era cada vez más intensa. La habían apuñalado en el pecho unas cinco o seis horas antes de que la encontraran. Llevaba téjanos, una chaqueta rayada de algodón, zapatillas de deporte y calcetines. El móvil había sido probablemente el robo. Estaba bronceada. Las marcas blancas en la muñeca y en varios dedos indicaban que faltaba un reloj y algunos anillos. Tenía los bolsillos vacíos y no se había encontrado ningún bolso.
Meghan encendió la luz del vestíbulo y recorrió con la vista la habitación. Por la ventana se veía Ellis Island y la Estatua de la Libertad. Podía ver también los barcos de excursión que se dirigían a sus amarres en el río Hudson. Le encantaba el centro de Nueva York, lo angosto de sus calles, la enorme majestuosidad del World Trade Center, el bullicio de la zona financiera.
El apartamento era un estudio de buenas dimensiones con un dormitorio y cocina americana. Meghan lo había amueblado con restos de la casa de su madre, con intenciones de buscar con el tiempo un sitio más grande e ir redecorándolo poco a poco. En los tres años que llevaba trabajando para la WPCD todavía no lo había hecho.
Tiró el abrigo sobre una silla, fue al cuarto de baño y se puso un pijama y un albornoz. En la casa la temperatura era agradable, pero ella estaba congelada hasta los huesos. Se dio cuenta de que evitaba mirarse en el espejo del tocador. Al fin se volvió y se examinó mientras cogía la crema limpiadora.
Tenía la cara blanca como un papel y la mirada fija. Cuando se soltó el cabello, que le cayó sobre los hombros, le temblaban las manos.
Con fría incredulidad trató de buscar diferencias entre la muerta y ella. Recordaba que la cara de la víctima era un poco más llena, los ojos menos almendrados, la barbilla más estrecha. Pero el tono de la piel y el color del cabello y de esos ojos abiertos y cegados eran idénticos a los suyos.
Sabía dónde se hallaba en ese momento la víctima: en el depósito de medicina forense. Le estaban haciendo fotos, tomándole las huellas dactilares y radiografías de los dientes.
Después le harían la autopsia.
Meghan se dio cuenta de que temblaba. Se dirigió a la cocina, abrió la nevera y sacó el cartón de leche. Chocolate caliente. Seguramente le sentaría bien.
Se arrellanó en el sofá con las piernas recogidas y la taza humeante ante ella. Sonó el teléfono. Probablemente sería su madre; esperaba que su voz sonara tranquila cuando respondiera.
—Meg, espero no haberte despertado.
—No, acabo de llegar. ¿Qué tal, mamá?
—Bien. Hoy he tenido noticias de la compañía de seguros. Van a venir otra vez mañana por la tarde. Espero, por el amor de Dios, que no hagan más preguntas por el préstamo que papá obtuvo contra su póliza. Parece como si no fueran capaces de comprender que no tengo ni idea de lo que hizo con el dinero.
A finales de enero, el padre de Meghan iba en coche del aeropuerto de Newark a su casa de Connecticut. Había nevado y cellisqueado todo el día. A las siete y veinte llamó desde el teléfono del coche a Victor Orsini, uno de sus socios, para concertar una reunión para la mañana siguiente. Le dijo que en ese momento se hallaba en el acceso al puente Tappan Zee.
Seguramente al cabo de pocos segundos, un camión cisterna que transportaba gasolina patinó sobre el puente y embistió a un camión de remolque, lo que ocasionó una serie de explosiones y una bola de fuego que se propagó a siete u ocho coches. El camión de remolque se estrelló contra el costado del puente y abrió un boquete limpio antes de caer a las turbulentas y heladas aguas del no Hudson. El camión cisterna lo siguió, arrastrando al resto de los vehículos en llamas.
Un testigo presencial, que sufrió heridas graves y había conseguido maniobrar para esquivar al camión cisterna, declaró que un Cadillac azul había patinado delante de él y desaparecido por el boquete en el acero. Edwin Collins conducía un Cadillac azul oscuro.
Fue la peor catástrofe de la historia del puente. Murieron ocho personas. El padre de Meg, de sesenta años, aquella noche no llegó a su casa. Las autoridades del Servicio de Autopistas de Nueva York todavía buscaban restos del accidente y cuerpos; pero hasta ese momento, nueve meses después, no se habían encontrado rastros, ni de él ni del coche.
Una semana más tarde se ofició una misa en su memoria, pero como no se había extendido certificado de defunción alguno, los bienes gananciales de Edwin y Catherine Collins estaban bloqueados y la cuantiosa póliza de su seguro de vida no se había pagado.
«Mamá ya tiene bastantes motivos para estar destrozada, sin todos esos problemas que están causando los del seguro», pensó Meg.
—Mamá, mañana por la tarde estaré ahí. Si siguen dando largas, es posible que tengamos que entablar una demanda.
Dudó; pero al final decidió que lo último que le convenía a su madre era oír que habían matado a puñaladas a una mujer que se parecía extraordinariamente a ella. En cambio, le habló del juicio al que había asistido aquel día.
*****
Meg permaneció en la cama dando vueltas intranquila durante un buen rato. Al final se durmió profundamente.
Un sonido agudo la despertó de golpe. El fax empezó a gemir. Miró el reloj: eran las cuatro y cuarto. «¿Qué demonios pasa?», pensó.
Encendió la luz, se apoyó sobre el codo y observó cómo el papel se deslizaba suavemente en la máquina. Saltó de la cama, cruzó la habitación corriendo y cogió el mensaje.
Decía:
ERROR. ANNIE FUE UN ERROR.