A Mac, el trabajo en el laboratorio de investigación de LifeCode, donde era especialista en terapia genética, le resultaba gratificante, satisfactorio y absorbente.
Después de despedirse de Meg, se dirigió al laboratorio y empezó a trabajar enseguida. Pero a medida que avanzaba el día, tuvo que reconocer que tenía dificultades para concentrarse. Una oscura aprensión parecía paralizarle el cerebro y atravesarle todo el cuerpo, de manera que hasta los dedos, con los que habitualmente podía manipular los aparatos más delicados, estaban pesados y torpes. Almorzó en su escritorio y, mientras comía, trató de analizar el miedo tangible que lo invadía.
Llamó al hospital y le dijeron que Mrs. Collins había sido trasladada de la unidad de vigilancia intensiva a la sala de cardiología. Dormía y no le pasaban llamadas.
«Buenas noticias», pensó Mac. La sala de cardiología probablemente era sólo una precaución. Estaba seguro de que Catherine se recuperaría y el obligado descanso le haría bien.
La ciega intranquilidad que sentía era a causa de su preocupación por Meghan. ¿Quién la amenazaba? Incluso si algo tan increíble era cierto y Ed Collins estaba vivo, sin duda el peligro no provenía de él.
No, su preocupación se centraba en la víctima del asesinato, la chica igual a Meghan. Cuando guardó la mitad del bocadillo que no había tocado y se terminó el café frío, ya sabía que no se sentiría tranquilo hasta que hubiera ido al depósito de Nueva York a ver el cuerpo de esa mujer.
*****
Aquella tarde, de camino a casa, Mac se detuvo en el hospital para ver a Catherine que estaba visiblemente bajo el efecto de sedantes. Su forma de hablar era mucho más lenta que su habitual torrente de palabras.
—Mac, todo esto es absurdo, ¿no?
Él acercó la silla.
—Catherine, hasta a las robustas hijas de Erín les permitían descansar de vez en cuando.
Sonrió, admitiendo que tenía razón.
—Creo que durante un tiempo he estado funcionando a base de energía nerviosa. Supongo que estás enterado de todo.
—Sí.
—Meggie acaba de irse. Va a la hostería. ¡Ese nuevo chef que contraté! Debió de aprender en un local de comida rápida. Tendré que despedirlo. —Se le ensombreció el rostro—. No sé cómo voy a hacer para continuar con Drumdoe.
—Creo que lo mejor es que dejes de lado esas preocupaciones, aunque sea por un tiempo.
Catherine suspiró.
—Lo sé. Con lo del chef puedo hacer algo, pero no puedo hacer nada con la compañía de seguros que no quiere pagar, ni con un loco que llama de madrugada. Meg dijo que hoy en día ese tipo de llamadas enfermizas son moneda corriente, pero es tan espantoso, tan desagradable. Ella le ha quitado importancia, pero tú comprendes por qué estoy preocupada.
—Confía en Meg. —Mac se sintió un hipócrita mientras trataba de dar una impresión tranquilizadora.
Al cabo de unos minutos se levantó para marcharse. Besó a Catherine en la frente. La sonrisa de ésta parecía irreal.
—Tengo una idea fantástica: cuando despida al chef, lo mandaré aquí. Lo que él cocina, comparado con lo que sirven en este hospital, es como lo de Escoffier.
*****
Marie Dileo, la asistenta, estaba poniendo la mesa cuando Mac llegó a casa. Kyle estaba tumbado en el suelo haciendo los deberes. Mac lo incorporó y lo hizo sentarse a su lado en el sofá.
—¡Eh!, compañero, dime una cosa. ¿Cómo era de guapa la mujer que el otro día confundiste con Meg?
—Bastante guapa —respondió Kyle—. Meg ha venido esta tarde.
—¿Ah sí?
—Sí. Quería saber por qué estaba enfadado con ella.
—¿Y se lo has dicho?
—Ajá.
—¿Y qué te ha dicho?
—¡Ah!, que el miércoles por la tarde estaba en los juzgados y que hay gente que le gusta ver dónde viven las personas que salen en la tele, y esas cosas. Me preguntó si había mirado bien a la mujer. Le dije que conducía muy, muy despacio; por eso, cuando la vi, corrí por el camino y la llamé. Ella frenó, me miró, bajó la ventanilla y volvió a arrancar.
—Eso no me lo contaste.
—Te dije que me había mirando y después había arrancado deprisa.
—No me dijiste que había frenado y bajado la ventanilla.
—¡Oh…! Pensé que era Meg, pero tenía el cabello más largo. También se lo dije a Meg. Sabes, sobre los hombros, como en esa foto de mami.
Ginger le había mandado a Kyle una de sus últimas fotos publicitarias, un primer plano con el cabello rubio cayendo sobre los hombros, la boca entreabierta mostrando unos dientes perfectos, los ojos grandes, sensuales. En un extremo había escrito: «Con amor para mi pequeño Kyle. Besos, mamá».
«Una foto publicitaria», había pensado Mac con disgusto. Si él hubiera estado en casa cuando había llegado, Kyle jamás la habría visto.
*****
Meghan llegó a casa a las siete y media después de detenerse a ver a Kyle, visitar a su madre y echar un vistazo a la hostería. Virginia había insistido en mandarla a casa con comida: pastel de pollo, ensalada y unos rollitos salados que le encantaban. «Eres como tu madre —le había dicho—; si de ti dependiera, te olvidarías de comer».
«Seguramente no habría comido», pensó Meghan mientras se ponía rápidamente un viejo pijama y un albornoz. Esa ropa la hacía recordar su época de estudiante, y seguía siendo su atuendo favorito para una noche tranquila leyendo o viendo la televisión.
En la cocina, dio un sorbo a un vaso de vino y mordisqueó el rollito mientras se calentaba el pastel de pollo en el microondas.
Lo colocó todo en una bandeja para llevarlo al estudio de su padre y se sentó en la silla giratoria. Al día siguiente empezaría a escarbar en la historia de la Clínica Manning. Los investigadores de la televisión podían averiguar enseguida toda la información básica disponible. «Y me gustaría saber si el doctor Manning —se dijo— tiene algún trapo sucio que ocultar».
Esa noche, sin embargo, tenía en mente otro proyecto. Debía encontrar a toda costa alguna prueba, por muy insignificante que fuera, que pudiera relacionar a su padre con la mujer que se parecía a ella, con esa mujer que quizá se llamase Annie.
En su mente había empezado a tomar forma una sospecha, una sospecha tan inverosímil que todavía no se atrevía siquiera a considerar. Sólo sabía que era absolutamente necesario que revisara todos los papeles de su padre inmediatamente.
No era una sorpresa que los cajones del escritorio estuvieran en orden. Su padre era ordenado por naturaleza. El papel de cartas, los sobres y los sellos estaban en los correspondientes compartimientos del cajón lateral. Su agenda estaba llena hasta principios de febrero. A partir de ahí, tan sólo había algunas fechas clave: el cumpleaños de su madre, el suyo, la excursión de primavera del club de golf, el crucero que tenían planeado en junio para celebrar el trigésimo aniversario de boda.
«Alguien que había planeado de antemano desaparecer, ¿para qué iba a llenar su agenda de fechas importantes por adelantado?», se preguntó. No tenía sentido.
Los días en que su padre había estado de viaje en enero, o los que proyectaba estarlo en febrero, simplemente tenían escrito el nombre de la ciudad. Meghan sabía que los detalles de cada viaje estarían en la agenda de trabajo que llevaba con él.
El cajón inferior estaba cerrado con llave. Meghan buscó la llave en vano. Se sentía indecisa. Al día siguiente podía llamar a un cerrajero, pero no quería esperar. Se dirigió a la cocina, cogió la caja de herramientas y volvió con una lima de acero. La cerradura era vieja y, tal como esperaba, cedió fácilmente.
En el cajón había paquetes de sobres sujetos con gomas elásticas. Meghan cogió el de arriba y echó un vistazo: salvo el primero, los demás estaban escritos con la misma letra. Aquél contenía tan sólo un recorte de periódico del Boletín de Filadelfia con la fotografía de una mujer guapa y debajo una esquela necrológica que decía: «Aurelia Crowley Collins, vecina de Filadelfia, falleció el 9 de diciembre en el Hospital St. Paul de un ataque al corazón, a los 75 años».
¡Aurelia Crowley Collins! Meghan se quedó sin aliento al estudiar la fotografía. Los ojos grandes, el cabello ondulado que enmarcaba un rostro ovalado. Era la misma mujer, aunque mayor, cuyo retrato ocupaba un lugar prominente sobre la mesa, a pocos centímetros de allí. Su abuela.
Era un periódico fechado dos años atrás. ¡Su abuela había vivido hasta dos años antes! Meghan hojeó el resto de los sobres del paquete. Todos procedían de Filadelfia. El más reciente estaba fechado dos años y medio atrás.
Leyó una carta, luego otra. Incrédula, revisó los otros paquetes de sobres. Siguió leyendo al azar. La carta más antigua era de treinta años antes. Todas contenían el mismo ruego:
«Querido Edwin:
»Esperaba que estas navidades me escribieras. Rezo para que tú y tu familia estéis bien. Cómo me gustaría ver a mi nieta. Quizá algún día me permitas conocerla.
»Con amor,
TU MADRE».
«Querido Edwin:
»Se supone que siempre hay que mirar hacia adelante; pero conforme nos hacemos mayores resulta más fácil mirar hacia atrás y arrepentimos amargamente de los errores cometidos en el pasado. ¿No es posible que hablemos, ni siquiera por teléfono? Me haría tan feliz.
»Con amor,
TU MADRE».
Al cabo de un rato Meghan no pudo seguir leyendo. Por el aspecto ajado que tenían las cartas era evidente que su padre las había leído muchas veces.
«Papá, eras tan bueno —pensó—. ¿Por qué le dijiste a todo el mundo que tu madre estaba muerta? ¿Qué fue eso tan imperdonable que te hizo? ¿Por qué guardaste sus cartas si no pensabas volver a hacer las paces con ella?».
Meghan cogió el sobre que contenía la esquela. No tenía nombre, sino sólo una dirección impresa de Chestnut Hill. Sabía que Chestnut Hill era una de las zonas residenciales más exclusivas de Filadelfia.
¿Quién la había remitido? Pero, lo que era más importante, ¿qué tipo de hombre había sido en realidad su padre?