El lunes por la tarde la Clínica Manning había vuelto a la normalidad después del tumulto de la reunión del fin de semana. No quedaban rastros de la fiesta y el área de recepción exhalaba de nuevo su habitual elegancia silenciosa.
Una pareja cercana a los cuarenta años hojeaba revistas mientras esperaba para su primera visita. Marge Wakers, la recepcionista, los miraba compasiva. Ella había podido tener a sus tres hijos en los primeros tres años de matrimonio sin problemas. En el otro extremo de la sala, y visiblemente nerviosa, una mujer de veintitantos años le cogía la mano a su marido. Marge sabía que la joven tenía hora para que le implantaran embriones en el útero. Habían fecundado doce de sus óvulos en el laboratorio. Se le iban a implantar tres, con la esperanza de que uno de ellos derivara en embarazo. A veces se desarrollaba más de un embrión y daba como resultado un parto múltiple.
—Más que un problema, eso sería una bendición —le había asegurado la mujer a Marge al firmar.
Los otros nueve embriones se conservarían congelados. Si no lograba quedarse embarazada esta vez, la mujer volvería y se le implantarían algunos de esos embriones.
El doctor Manning había convocado una inesperada reunión de personal a la hora del almuerzo. Marge, inconscientemente, se arregló el cabello corto y rubio con la mano. El doctor Manning les había dicho que el Canal 3 de la PCD iba a hacer un reportaje especial para televisión sobre la clínica que incluiría el inminente nacimiento del gemelo de Jonathan Anderson. Pidió que le brindaran toda la cooperación posible a Meghan Collins, respetando, naturalmente, el anonimato de los pacientes. Sólo se entrevistaría a aquellos que aceptaran por escrito.
Marge esperaba poder aparecer en el especial; a sus niños les encantaría.
A la derecha de su escritorio estaban los despachos del personal de alto rango. Una de las nuevas secretarias salió por la puerta que daba a los despachos y se acercó a paso rápido. Se detuvo junto a Marge el tiempo necesario para cuchichearle.
—Algo pasó. La doctora Petrovic acaba de salir del despacho del doctor Manning. Está alteradísima. Cuando entré yo, el director parecía a punto de tener un ataque al corazón.
—¿Qué habrá ocurrido? —preguntó Marge.
—No lo sé, pero la doctora está sacando las cosas de su escritorio. Me pregunto si se va… o la han echado.
—No creo que ella haya decidido marcharse —dijo Marge incrédula—. El laboratorio es su vida.
*****
El lunes por la tarde, cuando Meghan fue a buscar el coche, Bernie se despidió con un «Hasta mañana, Meghan».
Ella le explicó que no volvería durante unos días, que le habían asignado un trabajo especial en Connecticut. Decírselo a Bernie no le había resultado difícil; el problema, pensaba mientras conducía hacia su casa, sería explicarle a su madre que la habían apartado del equipo de noticias cuando acababan de darle el trabajo.
Le diría simplemente que la emisora quería tener el reportaje listo lo antes posible, a causa del inminente nacimiento del hijo de los Anderson. «Mamá ya está bastante alterada para tener que preocuparse encima de que yo pudiera haber sido la pretendida víctima de un asesinato —pensó Meghan—, y si se entera de lo de la nota de papá se vendrá abajo».
Salió de la interestatal 84 y tomó la carretera Siete. Algunos árboles todavía tenían hojas, aunque los vividos colores de mediados de octubre ya habían desaparecido. El otoño siempre había sido su estación favorita, reflexionó, pero no ese año.
Una parte de su cerebro, la parte oficial, la porción que separaba las emociones de las pruebas, insistía en que empezara a considerar todas las razones por las cuales el papel con su nombre y número de teléfono estaba en el bolsillo de la muerta. «No es una deslealtad examinar todas las posibilidades», se recordó a sí misma con vehemencia. Un buen abogado defensor también debe mirar el caso desde la perspectiva del fiscal.
Su madre había revisado todos los papeles de la caja fuerte de la casa, pero Meghan sabía que no había mirado los del escritorio del estudio de su padre. Había llegado el momento de hacerlo.
Esperaba no haber descuidado nada en la redacción. Antes de irse, había hecho una lista de todos sus proyectos en curso para Bill Evans, el sustituto de la filial de Chicago que la reemplazaría en el equipo de noticias mientras duraba la investigación del asesinato.
La cita con el doctor Manning estaba fijada para el día siguiente a las once. Le pediría que le permitiera seguir todos los pasos como si fuera una paciente nueva, la información inicial y una sesión de asesoramiento. Durante esa noche insomne, también se le había ocurrido otra cosa: sería un buen detalle rodar a Jonathan ayudando a su madre con los preparativos para la llegada del bebé. Se preguntó si los Anderson tendrían vídeos de Jonathan recién nacido.
Al llegar, se encontró la casa vacía. Eso significaba que su madre estaba en la hostería. «Bien —pensó Meghan—. Ahí es donde mejor está». Sacó el fax que le habían dejado en la oficina. Lo conectaría en la segunda línea que había en el estudio de su padre. «Por lo menos no me despertarán absurdos mensajes de madrugada», pensó mientras cerraba la puerta, echaba la llave y empezaba a encender las luces para alejar la oscuridad que caía deprisa.
Suspiró inconscientemente mientras andaba por la casa. Siempre había adorado ese lugar. Las habitaciones no eran grandes. La queja favorita de su madre era que esas viejas casas de campo desde fuera siempre parecían más grandes de lo que eran en realidad. «Este sitio es una ilusión óptica», solía lamentarse. Pero a los ojos de Meghan, la intimidad de las habitaciones tenía mucho encanto. Le gustaban las maderas blancas y ligeramente desparejas del parqué, el aspecto de las chimeneas y de las puertas acristaladas, los armarios empotrados en los rincones del comedor. Para ella, constituía el marco perfecto para los antiguos muebles de arce con la maravillosa pátina, la cómoda tapicería, las coloridas alfombras tejidas a mano.
«Papá viajaba mucho —pensó mientras abría la puerta de su estudio, una habitación que ella y su madre habían evitado desde la noche del accidente del puente—, pero sabía que al final siempre volvía, y era como una fiesta».
Encendió la lámpara del escritorio y se sentó en la silla giratoria. Era el cuarto más pequeño de la planta baja. La chimenea estaba flanqueada por dos estanterías de libros. La silla favorita de su padre, de cuero castaño y junto a un sofá haciendo juego, tenía una lámpara de pie a un lado y una mesilla al otro.
Sobre la mesa, así como sobre la repisa de la chimenea, había fotos familiares: el retrato de boda de su madre y su padre; Meghan de bebé; los tres cuando ella ya era un poco mayor; el viejo Pat rebosante de orgullo delante de la hostería Drumdoe. Los recuerdos de una familia feliz, pensó Meghan, que se miraban desde el grupo de instantáneas enmarcadas.
Levantó el retrato de la madre de su padre, Aurelia. Una foto tomada a principios de los años treinta que demostraba claramente que había sido una mujer bonita. Cabellera espesa y ondulada, ojos grandes y expresivos, rostro ovalado, cuello fino, pieles de marta cibelina sobre el traje. Posaba con la expresión soñadora preferida por los fotógrafos de la época. «Tuve la madre más bonita de Pennsylvania —solía decir su padre; y añadía—: y ahora tengo la hija más bonita de Connecticut. Te pareces a ella». Su madre había muerto cuando él era apenas un bebé.
Meghan no recordaba haber visto jamás una foto de Richard Collins. «Nunca nos llevamos bien —le había explicado sucintamente su padre—. Cuanto menos lo veía, mejor».
Sonó el teléfono. Era Virginia Murphy, el brazo derecho de su madre en la hostería.
—Catherine me ha pedido que llamara para ver si estabas en casa y si querías cenar aquí.
—¿Cómo está mi madre, Virginia?
—Cuando está aquí siempre está bien, y esta noche tenemos muchas mesas reservadas. Mr. Carter viene a las siete. Quiere que tu madre cene con él.
«Hummm», pensó Meghan. Siempre había sospechado que Phillip Carter sentía cierta debilidad por Catherine Collins.
—Dígale a mamá que mañana tengo una entrevista en Kent y necesito bastante tiempo para prepararla. Me haré algo aquí.
Cuando colgó, abrió con determinación el maletín y sacó todos los artículos sobre fecundación in vitro publicados por periódicos y revistas que un documentalista de la emisora le había preparado. Frunció el ceño al descubrir varios casos de demandas contra la clínica a causa de análisis que demostraban que el marido de la madre no era el padre biológico de la criatura.
—Es un fallo bastante grave —se dijo en voz alta, y decidió que era un aspecto que debía tocarse en alguna de las entregas del reportaje.
A las ocho se hizo un bocadillo y una tetera y lo llevó todo al estudio. Comió mientras trataba de comprender el material técnico que le había dado Mac. «Es —pensó—, un curso intensivo en métodos de reproducción asistida».
El sonido de una llave en la cerradura poco después de las diez significaba que su madre estaba de regreso.
—Hola, estoy aquí —llamó.
Catherine Collins corrió al estudio.
—Meggie, ¿estás bien?
—Sí, claro. ¿Por qué?
—Ahora, cuando entraba, he tenido una sensación de lo más extraña, he pensado que te había ocurrido algo; una especie de premonición.
Meghan soltó una risita forzada, se levantó y abrazó a su madre.
—Me ha pasado algo —dijo—, trataba de entender los misterios del ADN, y créeme, no es fácil. Ahora comprendo por qué la hermana Elizabeth me decía que yo no tenía cabeza para la ciencia.
Se sintió aliviada al ver relajarse la tensión en el rostro de su madre.
*****
Helene Petrovic tragó saliva con nerviosismo mientras terminaba de preparar la última de sus maletas a medianoche. Sólo había dejado fuera el neceser y la ropa que se pondría por la mañana. Estaba frenética por terminar con todo aquello. Últimamente había estado demasiado nerviosa. «Esta tensión es insoportable», pensó. Había llegado el momento de poner punto final.
Levantó la maleta de la cama y la colocó junto a las otras. Desde el recibidor pudo oír el suave chirrido de una llave que giraba. Se tapó la boca con una mano para ahogar un grito. Hoy no debía venir. Se volvió para enfrentarse a él.
—¿Helene? —dijo con voz educada—. ¿No estarías planeando marcharte?
—¡Oh…!, pensaba escribirte.
—Ahora ya no es necesario —dijo él, metiendo la mano derecha en el bolsillo.
Ella vio el brillo del metal. Él cogió una almohada de la cama y la sostuvo ante sí. Helene ni siquiera tuvo tiempo de intentar escapar. Un dolor abrasador explotó en su cabeza. El futuro que había planeado tan cuidadosamente desapareció con ella en la negrura.
*****
A las cuatro de la madrugada, el timbre del teléfono arrancó a Meghan de su sueño. Tanteó para descolgarlo.
Una voz ronca, apenas audible, murmuró:
—Meg…
—¿Quién es? —Meghan oyó un «clic» y supo que su madre había descolgado el supletorio.
—Soy yo, papá. Estoy en apuros. He hecho algo terrible.
Un gemido ahogado la obligó a tirar el teléfono y precipitarse al cuarto de su madre. Catherine Collins estaba tumbada sobre la almohada, con el rostro macilento y los ojos cerrados. Meg le cogió los brazos.
—¡Mamá, es un enfermo, algún loco! —le dijo con insistencia—. ¡Mamá!
Su madre estaba inconsciente.