Bernie Heffernan pasó la noche del domingo con su madre viendo la televisión en la mugrienta sala del bungaló de Jackson Heights. Prefería ver la televisión en el centro de comunicaciones que había creado en el tosco sótano, pero siempre se quedaba arriba hasta que su madre se iba a la cama a las diez. La mujer, desde que había sufrido una caída diez años antes, ni siquiera se acercaba a la desvencijada escalera del sótano.
En el noticiario de las seis emitieron el reportaje de Meghan en la Clínica Manning. Bernie miraba la pantalla fijamente con la frente perlada de sudor. Si estuviera abajo, podría grabarla en el vídeo.
—¡Bernard! —La voz áspera de la madre interrumpió su ensueño.
—Lo siento, mamá —dijo con una sonrisa mecánica.
—Te he preguntado si han encontrado al padre de esa chica —dijo con unos ojos enormes detrás de las gafas bifocales sin montura.
Una vez le había hablado a su madre del padre de Meghan, y siempre se había arrepentido de haberlo hecho.
—Ya le he dicho que rezamos por ella, mamá —dijo tocándole suavemente la mano.
No le gustaba la manera en que su madre lo miraba.
—No estarás pensando en esa mujer, ¿verdad, Bernard?
—No, mamá. Claro que no.
Cuando su madre se fue a dormir, Bernie bajó al sótano. Se sentía cansado y desanimado. Tenía una sola forma de aliviarse.
Empezó a llamar inmediatamente. Primero a la emisora religiosa de Atlanta. Con el distorsionador de voz, insultó al predicador a gritos hasta que le cortaron. Luego llamó a la tertulia de Massachusetts, y le dijo al invitado que sabía que se planeaba un asesinato contra él.
A las once empezó a llamar a mujeres cuyos nombres había encontrado en la guía telefónica. Las amenazó una tras otra de que irrumpiría en sus casas. Por lo general, se imaginaba el aspecto que tendrían por la voz. Joven y bonita. Vieja. Fea. Flaca. Gorda. Iba creando la cara, configurando los detalles de los rasgos a cada palabra que pronunciaban.
Salvo esa noche. Esa noche todas tenían la misma cara.
Esa noche todas se parecían a Meghan Collins.