A las tres de la tarde del domingo, Meg se encontró con Steve, el operador de cámara de la PCD, en el aparcamiento de la Clínica Manning.
La clínica estaba situada en una colina a tres kilómetros de la carretera Siete en la zona rural de Kent, un viaje en coche de unos cuarenta y cinco minutos al norte de su casa. El edificio se había construido en 1890 como residencia de un astuto hombre de negocios, cuya esposa había tenido el buen gusto de evitar que su ambicioso marido levantara un ostentoso monumento a su meteórica carrera de príncipe tendero. Lo convenció de que, en lugar de construir el seudopalazzo que tenía planeado, entonaría más con la belleza del paisaje una casa solariega de estilo inglés.
—¿Preparado para la hora de los niños? —preguntó Meghan al operador mientras subían por el sendero.
—Los Giants ya han empezado a jugar, y nosotros aquí con los enanos —refunfuñó Steve.
El espacioso vestíbulo de entrada de la mansión operaba como área de recepción. De las paredes revestidas de roble colgaban retratos enmarcados de los niños que debían su existencia a la genialidad de la ciencia moderna. Más allá, había otro gran vestíbulo en el que reinaba la atmósfera de una cómoda estancia familiar, con conjuntos de muebles que invitaban a conversaciones íntimas o que se podían mover para una conferencia informal.
Había folletos con testimonios de padres agradecidos sobre las mesas. «Deseábamos un hijo desesperadamente. Nuestra vida era incompleta y decidimos pedir hora en la Clínica Manning…». «Solía visitar a una amiga cuando bañaba a su bebé y hacía esfuerzos por no llorar. Alguien sugirió que me informara sobre la fecundación in vitro, y Jamie nació quince meses más tarde…». «Estaba a punto de cumplir los cuarenta y sabía que pronto sería demasiado tarde…».
Cada año, el tercer domingo de octubre, se invitaba a los padres y a los niños nacidos como resultado de la fecundación in vitro de la Clínica Manning a una reunión anual. Meghan supo que ese año se habían cursado trescientas invitaciones y que más de doscientos pequeños asistirían. Sería una fiesta grande, ruidosa y alegre.
En una pequeña sala de estar, Meghan entrevistó al doctor George Manning, el director de la clínica —un hombre de setenta años y cabello plateado— y le pidió que explicara la técnica de fecundación in vitro.
—Hablando en los términos más sencillos posibles —dijo—, la fecundación in vitro es un método mediante el cual una mujer con grandes dificultades para concebir puede llegar a alumbrar el o los hijos que desea tan ardientemente. Una vez que se ha estudiado su ciclo menstrual, se inicia un tratamiento. Se le administran medicamentos que estimulan a los ovarios a producir en abundancia unos folículos que después le serán extraídos.
»Se requiere una muestra de semen del hombre para inseminar los óvulos contenidos en los folículos en el laboratorio. Al día siguiente, un embriólogo comprueba qué óvulos han sido fecundados, si es que se ha fecundado alguno. Si se ha obtenido éxito, el médico implanta uno o más óvulos fecundados, a los que ahora llamaremos embriones, en el útero de la mujer. Si la pareja lo solicita, se conserva por congelación el resto de los embriones para posterior implantación.
»Al cabo de quince días, se extrae sangre de la paciente para hacer la primera prueba de embarazo. —El doctor señaló el enorme salón—. Y como puede ver por la reunión que hoy tenemos aquí, muchas de estas pruebas dieron positivo.
—Desde luego que sí —admitió Meg—. Doctor, ¿cuál es el porcentaje de éxito?
—Todavía no es tan alto como desearíamos, pero vamos mejorando —respondió solemnemente.
—Muchas gracias, doctor.
*****
Meghan, seguida de Steve, entrevistó a varias madres y les pidió que explicaran su experiencia personal con la fecundación in vitro.
Una de ellas, mostrando a la cámara a sus tres guapos hijos, explicó:
—Fecundaron catorce óvulos y me implantaron tres. Uno de ellos derivó en embarazo, y aquí está él. —Sonrió a su hijo mayor—. Chris tiene ahora siete años. Los otros embriones se conservaron por crioterapia, o dicho en términos más sencillos, se congelaron. Volví hace cinco años, y nació Todd. Luego lo intenté otra vez el año pasado, y Jill tiene ahora tres meses. Algunos embriones no sobrevivieron a la descongelación, pero todavía cuento con dos óvulos conservados en el laboratorio, por si encuentro algún minuto para tener otro hijo —concluyó riendo mientras el pequeño de cuatro años salía corriendo.
—Meghan, ya tenemos bastante material, ¿no? —Inquirió Steve—. Me gustaría ver la última parte del partido de los Giants.
—Déjame hablar con una persona más de la clínica. He estado observando a esa mujer, parece que conoce a todo el mundo.
Meg se acercó a ella y echó un vistazo al distintivo de la solapa con su nombre.
—¿Puedo hacerle algunas preguntas, doctora Petrovic?
—Por supuesto.
La doctora Petrovic tenía una voz bien modulada, con un ligero acento, altura media, ojos castaños y rasgos delicados. Parecía más cortés que amable. Con todo, Meg notó que un enjambre de niños la rodeaba.
—¿Cuánto tiempo hace que está en la clínica, doctora?
—En marzo hará siete años. Soy la embrióloga a cargo del laboratorio.
—¿Podría comentarnos qué es lo que siente al ver a estos niños?
—Que cada uno de ellos es un milagro.
—Gracias doctora.
—Ya tenemos bastante película —dijo Meg a Steve cuando se alejaron de la doctora Petrovic—. Pero quiero que filmes al grupo cuando se haga la foto. Se reunirán enseguida.
La foto anual se tomaba en el jardín, delante de la mansión. Se produjo la confusión habitual que implicaba hacer formar a los niños según su tamaño, desde criaturas hasta los nueve años, y a las madres con bebés en brazos en la última fila, flanqueadas por el personal de la clínica.
Era un día brillante del veranillo de San Martín y, mientras Steve enfocaba al grupo con la cámara, Meghan pensó de repente que todos los niños parecían bien vestidos y felices. «¿Por qué no? —se dijo—. Son niños muy deseados».
Un chiquillo de tres años salió corriendo de la primera fila hacia su madre embarazada, que estaba junto a Meghan. Una criatura de ojos azules, cabello dorado y sonrisa tímida, que se abrazó a las rodillas de la madre.
—Fílmalo —dijo Meghan a Steve—. Es un encanto.
Steve mantuvo la cámara sobre el chiquillo mientras su madre lo hacía volver cariñosamente con los otros niños.
Meghan se acercó a la mujer.
—¿Podría hacerle unas preguntas? —dijo Meg sosteniendo el micrófono.
—Encantada.
—¿Puede darnos su nombre y decirnos qué edad tiene su hijo?
—Me llamo Dina Anderson y Jonathan tiene casi tres años.
—¿El hijo que espera es también resultado de la fecundación in vitro?
—Sí; en realidad es un gemelo idéntico de Jonathan.
—¡Un gemelo! —Meghan se dio cuenta de que su voz expresaba asombro.
—Sí, sé que parece imposible —dijo alegremente Dina Anderson—, pero así es. Es extremadamente raro, pero un embrión puede dividirse en el laboratorio de la misma manera que en el útero. Cuando nos dijeron que uno de los óvulos fecundados se había dividido, mi marido y yo decidimos gestar a cada gemelo por separado. Pensamos que individualmente tenían más posibilidades de sobrevivir en mi útero. Y también hay una cuestión práctica: tengo un trabajo de responsabilidad y no me gustaría tener que dejar a mis dos hijos con una niñera.
El fotógrafo de la clínica había terminado de tomar las fotos.
—Muy bien chicos, gracias —gritó al cabo de un momento.
Los niños se dispersaron y Jonathan corrió hacia su madre. Dina Anderson alzó a su hijo.
—No puedo imaginarme la vida sin él —comentó—, y dentro de diez días nacerá Ryan.
«Qué reportaje de interés humano tan interesante», pensó Meg.
—Mrs. Anderson —le dijo persuasivamente—, si está dispuesta, me gustaría hablar con mi jefe para hacer un reportaje sobre los gemelos.