Jonathan abrió la puerta a Kerry. La casa estaba prácticamente a oscuras y en silencio.
—Ya se ha tranquilizado —dijo. No pasa nada.
Kerry había escondido los puños en los bolsillos de su abrigo. Los tenía crispados por el miedo y la rabia. Aun así, se las arregló para sonreír.
—Oh, Jonathan, siento causaros tantas molestias. Debería haberme imaginado que Robin pasaría miedo. ¿Dónde está ahora?
—En su habitación, profundamente dormida.
«¿Me habré vuelto loca? —se preguntó Kerry mientras seguía al senador por las escaleras—. ¿Me habré dejado llevar por la imaginación? Jonathan se está comportando con toda naturalidad».
Llegaron a la puerta de la habitación de invitados, la habitación rosa, como la llamaba Robin. Las paredes, las cortinas y el cubrecama eran de un tono rosa pálido.
Kerry abrió la puerta. A la débil luz de la lamparilla de noche, vio a Robin echada sobre el costado, en su postura fetal de siempre, con el pelo esparcido sobre el almohadón. En dos pasos se acercó a la cama.
Robin tenía la palma de la mano debajo de la mejilla. Su respiración era regular.
Kerry miró a Jonathan. Estaba al pie de la cama, observándola.
—Lo ha pasado mal. Será mejor que te la lleves a casa —dijo el senador—. Mira. Ya tiene preparada la bolsa con la ropa del colegio y los libros. Déjame que la baje yo.
—Jonathan, no ha sufrido ninguna pesadilla. No se ha despertado en ningún momento, ¿verdad? —dijo Kerry sin alterarse.
—No —dijo él con indiferencia—, y más le valdría no hacerlo ahora.
La tenue luz que iluminaba la habitación permitió a Kerry ver que Jonathan tenía una pistola en la mano.
—Jonathan, ¿qué estás haciendo? ¿Dónde está Grace?
—Grace está profundamente dormida, Kerry. He pensado que sería mejor así. A veces tengo que suministrarle uno de los sedantes más fuertes que tiene para aliviarle el dolor. Lo disuelvo en el cacao caliente que le llevo a la cama todas las noches.
—Jonathan, ¿qué quieres?
—Quiero seguir viviendo como hasta ahora. Quiero ser presidente del Senado y amigo del gobernador. Quiero pasar los años que me quedan de vida con mi esposa. Todavía la quiero, y mucho. A veces los hombres se apartan del buen camino, Kerry, y hacen cosas verdaderamente estúpidas. Permiten que las mujeres jóvenes y bellas les adulen. Tal vez yo me sintiera más predispuesto a ello a causa de los problemas de Grace. Sabía que estaba cometiendo una estupidez; sabía que era un error. Lo único que deseaba era que esa ordinaria me devolviera las joyas que tan tontamente le había regalado, pero ella no quería desprenderse de ellas.
Hizo una señal con el revólver.
—Despierta a Robin o cógela. Ya no tenemos más tiempo.
—Jonathan, ¿qué vas a hacer?
—Sólo lo que tengo que hacer, aunque muy a mi pesar. Kerry, Kerry…, ¿por qué decidiste que tenías que enfrentarte a los molinos de viento? ¿Qué importancia tenía que Reardon estuviera en la cárcel? ¿Qué importancia tenía que el padre de Suzanne dijera que había sido él quien le había regalado la pulsera? Esa pulsera podría haber significado mi perdición. Todo estaba bien tal y como estaba. Yo debía seguir sirviendo al estado al que quiero y viviendo con la esposa a la que amo. Ya fue suficiente castigo saber que Grace se enteró fácilmente de mi infidelidad. —Sonrió—. Es maravillosa. Me mostró la fotografía del periódico y me dijo: «¿No te recuerda mi alfiler de la flor y el capullo? Viendo la fotografía, me entran ganas de volverlo a llevar. Por favor, querido, ¿por qué no lo sacas de la caja de seguridad?». Lo sabía, y yo era consciente de ello, Kerry. De pronto pasé de ser un tonto romántico de edad madura a sentirme… sucio.
—Y mataste a Suzanne…
—Pero sólo porque además de negarse a devolverme las joyas tuvo el atrevimiento de decirme que había empezado a salir con un hombre de lo más interesante, Jimmy Weeks. Dios mío, ese hombre es un matón, un mafioso… Kerry, despierta a Robin o llévala abajo dormida.
—Mamá. —Robin había despertado. Abrió los ojos y se sentó en la cama—. Mamá. —Sonrió—. ¿Por qué has venido?
—Sal de la cama, Rob. Nos vamos ahora mismo. —«Nos va a matar, pensó Kerry. Dirá que Robin tuvo una pesadilla y que yo vine a buscarla y me la llevé».
Abrazó a su hija. Intuyendo que ocurría algo malo, Robin se apretó contra ella.
—¿Mamá?
—No pasa nada.
—¿Tío Jonathan? —La niña había visto el revólver.
—No digas nada, Robin— —dijo Kerry en voz baja. «¿Qué puedo hacer?, pensó. Se ha vuelto loco. Está fuera de sí. Si al menos Geoff no hubiera ido a ver a Jason Arnott. Él nos habría ayudado. No sé cómo, pero nos habría ayudado».
Mientras bajaban por las escaleras, Jonathan susurró:
—Dame las llaves del coche, Kerry. Saldré con vosotras, y luego tú y Robin os meteréis en el maletero.
«¡Dios santo! —pensó ella—. Nos matará y luego dejará el coche en alguna parte para que parezca que ha sido obra de la mafia y le echen la culpa a Jimmy Weeks».
Jonathan volvió a hablar cuando cruzaron el vestíbulo.
—No sabes cómo lo siento, Robin. Ahora abre la puerta lentamente, Kerry.
Ella se agachó para besar a su hija.
—Rob, cuando dé media vuelta, echa a correr —musitó—. Ve a casa de los vecinos y no dejes de gritar.
—La puerta, Kerry —insistió Jonathan.
Abrió la puerta lentamente. Él había apagado las lámparas del porche para que la única luz que hubiera fuese la leve claridad que despedía la pequeña farola situada al final del camino de entrada.
—Tengo la llave en el bolsillo —dijo. Dio lentamente media vuelta y entonces gritó—: ¡Corre, Robin!
Al mismo tiempo se abalanzó por el vestíbulo en dirección a Jonathan. En el momento en que se arrojaba sobre él, oyó el disparo de la pistola y sintió un dolor lacerante a un lado de la cabeza, seguido de inmediato por un fuerte mareo. El suelo de mármol del vestíbulo ascendió de pronto a recibirla. Entonces percibió un eco alrededor: otro disparo. Robin gritaba pidiendo ayuda. Su voz se perdía en la distancia. Unas sirenas se acercaban.
Luego sólo oyó las sirenas y el gemido entrecortado de Grace.
—Lo siento, Jonathan. Lo siento. No podía permitir que hicieras esto —dijo—. Esto no. A Kerry y a Robin no…
Kerry logró levantarse y llevar la mano a un lado de la cabeza. Aunque tenía sangre en la cara, se le estaba pasando el mareo. Alzó la mirada y vio que Grace se deslizaba de su silla de ruedas, avanzaba por el suelo y, dejando caer la pistola por entre sus hinchados dedos, cogía en sus brazos el cadáver de su marido.