Kerry tardó veinticinco minutos en llegar a Old Tappan. Cada vuelta de volante le parecía eterna. La pequeña Robin, la valiente Robin, que siempre trataba de disimular lo decepcionada que se sentía cada vez que Bob la dejaba plantada, que había logrado ocultar lo asustada que estaba cuando había hablado con ella por la tarde… Al final no había podido más. «No debí haberla dejado con nadie —pensó Kerry—. Ni siquiera con Jonathan y Grace».
Ni siquiera con Jonathan y Grace.
Jonathan le había causado una sensación tan extraña por teléfono…
«De ahora en adelante, voy a cuidar de mi pequeña», pensó Kerry.
«La mamá y su pequeña». Otra vez le venía a la mente. No podía quitarse este sonsonete de la cabeza.
Estaba entrando en Old Tappan. En unos minutos habría llegado.
A Robin parecía haberle hecho tanta ilusión la idea de quedarse en casa de Jonathan y Grace y ver los álbumes de fotos…
Los álbumes de fotos.
Kerry acababa de pasar por delante de la casa de los vecinos de Jonathan y Grace. Giró hacia el camino de entrada. Casi inconscientemente advirtió que las luces automáticas no se habían encendido.
Los álbumes de fotos.
El alfiler de la flor y el capullo.
Lo había visto antes.
Se lo había visto llevar a Grace.
Años atrás, cuando Kerry había empezado a trabajar para Jonathan, Grace tenía la costumbre de llevar joyas. En muchas de las fotos de sus álbumes aparecía con el alfiler puesto. Grace bromeaba cuando Kerry le decía que le gustaba. «La mamá y su pequeña», lo llamaba.
Suzanne Reardon llevaba el alfiler de Grace en la fotografía que salía en el periódico. Eso significaba que… ¡Jonathan! ¿Se lo había dado él?
Entonces se acordó de que Grace le había comentado en una ocasión que le había pedido a Jonathan que guardara todas sus joyas en la caja de seguridad del banco: «No puedo ni ponérmelas ni quitármelas sin ayuda de alguien y si las dejo en casa no voy a estar tranquila».
«Le comenté a Jonathan que iba a ver al doctor Smith —recordó Kerry entonces—. Anoche, cuando llegué a casa, le dije que creía que el doctor se iba a derrumbar —se dijo—. ¡Oh, Dios mío!, debe de haber sido él quien le ha matado».
Kerry detuvo el coche. Estaba delante de la elegante casa de piedra caliza de los Hoover. Abrió la puerta del conductor y echó a correr hacia los escalones.
Robin estaba con un asesino.
Kerry no oyó la débil llamada del teléfono de su coche cuando apretó el timbre de la casa.