El viaje por la autopista de Nueva Jersey a las Catskills fue horroroso. Había empezado a llover aguanieve por todo Middletown y la circulación avanzaba muy lentamente. A aquello había que añadir el retraso de una hora que había supuesto el accidente de un camión al que se le había volcado el remolque, lo cual había ocasionado retenciones en todos los carriles.
A las diez menos cuarto Geoff Dorso llegaba cansado y hambriento a la comisaría de policía de Ellenville, donde estaba detenido Jason Arnott. Un equipo de agentes del FBI estaba aguardando a que el preso hablara con Geoff para poder interrogarlo.
—Están perdiendo el tiempo —dijo Geoff—. Yo no puedo representarle. ¿No se lo ha dicho él mismo?
Arnott, esposado, fue conducido a la sala de visitas. Geoff no lo había visto en los once años que habían pasado desde la muerte de Suzanne. En aquel entonces todo el mundo había aceptado que hubiera mantenido una relación con Suzanne en la que se combinaran la amistad y los negocios. Nadie, ni siquiera Skip, había llegado a sospechar en ningún momento que tuviera otra clase de interés en ella.
Geoff observó al hombre detenidamente. Jason Arnott tenía la cara más redonda de lo que recordaba, aunque todavía conservaba la misma expresión de refinamiento y hastío. Pese a que las arrugas que tenía en torno a los ojos denotaban una profunda fatiga, parecía que acababa de estrenar el jersey de cuello alto de cachemira que asomaba por debajo de la chaqueta de lana que llevaba. «Un hacendado culto y entendido… —pensó Geoff—. Incluso en las circunstancias en las que se encuentra es capaz de mantener el tipo».
—Le agradezco que haya venido, señor Dorso —dijo Arnott cordialmente.
—Si he de decirle la verdad, no sé qué estoy haciendo aquí —respondió Geoff—. Como ya le he dicho por teléfono, está usted involucrado en el caso Reardon. El señor Reardon es mi cliente. He de decirle que nada de lo que me diga será considerado información privilegiada. Ya le he avisado. No soy su abogado. Le comunicaré al fiscal todo lo que me diga, porque voy a tratar de probar que usted se encontraba en casa de los Reardon la noche en que murió Suzanne.
—Oh, claro que estaba allí. Por eso he pedido que le llamen. No se preocupe. Esto no es información privilegiada. Tengo la intención de confesar. He pedido que le llamen porque puedo declarar a favor de Skip. A cambio quiero que usted me represente en cuanto le suelten. No se darán incompatibilidades entonces.
—Escúcheme, no voy a representarle —dijo Geoff tajantemente—. He pasado diez años de mi vida defendiendo a un hombre inocente que fue condenado a la cárcel. Si fue usted quien mató a Suzanne, o sabe quién lo hizo, y ha permitido que Skip se pudra en esa celda durante todo este tiempo, prefiero morir en el infierno a mover un solo dedo por usted.
—Ésta es precisamente la clase de determinación que debe tener el abogado al que quiero contratar —dijo Arnott dejando escapar un suspiro—. Muy bien. Buscaremos otra solución. Usted es abogado defensor y conoce a los buenos profesionales en su campo, tanto de Nueva Jersey como de fuera. Si me promete que me conseguirá al mejor abogado que se pueda contratar con dinero, yo le diré lo que sé sobre la muerte de Suzanne Reardon, de la cual, desde luego, no soy responsable.
Geoff miró fijamente a Arnott mientras estudiaba su oferta.
—De acuerdo, pero antes de que digamos una palabra más, quiero una declaración firmada en presencia de testigos en la que se haga constar que cualquier información que usted me dé no será privilegiada y podré utilizarla de la manera que me parezca más adecuada para ayudar a Skip Reardon.
—¿Cómo no?
La taquígrafa que acompañaba a los agentes del FBI se ocupó de poner por escrito la breve declaración de Arnott. Cuando él y un par de testigos la hubieron firmado, Arnott dijo:
—Es tarde y ha sido un día muy largo. ¿Ya ha pensado quién es el abogado que me conviene?
—Sí —contestó Geoff—. George Symonds, de Trenton. Es un abogado muy convincente ante el jurado y un negociador inigualable.
—Van a intentar condenarme por asesinato con premeditación en el caso de la muerte de la señora Peale. Le juro que fue un accidente.
—Si existe la manera de demostrar que fue un simple homicidio, Symonds la encontrará. Al menos no le condenarán a pena de muerte.
—Llámele ahora.
Geoff sabía que Symonds vivía en Princeton porque le había invitado una vez a cenar en su casa y se acordaba de que su número de teléfono aparecía en la guía con el apellido de su esposa. Cogió su teléfono celular y le llamó en presencia de Arnott. Eran las diez y media.
Diez minutos más tarde, Geoff desconectó el teléfono.
—Muy bien, ya le he conseguido un abogado de primera. Ahora hablemos.
—Tuve la mala suerte de encontrarme en la casa de los Reardon la noche en que murió Suzanne —dijo Arnott, adoptando de repente una actitud solemne—. Suzanne era sumamente descuidada con sus joyas, y como algunas de ellas eran realmente bellas, la tentación era demasiado fuerte. Sabía que Skip tenía que ir a Pensilvania por motivos de trabajo y Suzanne me había dicho que tenía una cita con Jimmy Weeks aquella misma noche. Por extraño que parezca, estaba medio loca por él.
—¿Estaba él en la casa cuando usted entró?
Arnott hizo un gesto de negación.
—No, habían quedado en que ella fuera al centro comercial de Pearl River, dejara el coche allí y se encontrara con él en su limusina. Por lo que entendí, la cita era temprano, pero, evidentemente, me equivoqué. Vi varias luces encendidas en la planta baja cuando llegué, aunque era normal. Se encendían automáticamente. Desde la parte de atrás de la casa observé que las ventanas del dormitorio estaban abiertas de par en par. Subir fue fácil, ya que los tejados de las casas modernas de dos pisos llegan casi hasta el suelo.
—¿Qué hora era?
—Las ocho en punto. Iba camino de una cena a la que me habían invitado en Cresskill; una de las razones por las que he podido disfrutar de una carrera profesional tan larga y fructífera es que casi siempre he podido recurrir a un intachable grupo de testigos para acreditar dónde me encontraba durante una noche determinada.
—Así que entró en la casa… —le animó Geoff.
—Sí. Estaba todo en el más absoluto silencio, por lo que supuse que Skip y Suzanne habían salido tal como tenían pensado. No sabía que Suzanne se encontraba todavía en la planta baja. Pasé por el salón de la suite, entré en el dormitorio y me acerqué a la mesita. Sólo había visto el marco miniatura de pasada y no estaba seguro de que se tratara de un Fabergé original; obviamente, había tratado de evitar mostrarme demasiado interesado en él. Lo cogí y cuando estaba observándolo, oí la voz de Suzanne. Estaba gritándole a alguien. Fue una situación bastante desconcertante.
—¿Qué decía?
—Algo así como: «Me las diste y ahora son mías. Ahora vete. Me aburres».
«Me las diste y ahora son mías». Geoff pensó que se refería a las joyas.
—Eso significa que Jimmy Weeks había cambiado de planes y decidió pasar a recoger a Suzanne a casa —concluyó Dorso.
—Oh, no. Un hombre exclamó entonces: «Me las tienes que devolver», pero el tono era demasiado refinado para ser el de Jimmy Weeks y, desde luego, no se trataba del pobre Skip —dijo Arnott con un suspiro—. En aquel momento, casi inconscientemente, me metí el marco en el bolsillo. Luego resultó ser una copia malísima, aunque como la fotografía de Suzanne es una maravilla, no me arrepiento de haberlo cogido. Era tan divertida… La echo mucho de menos.
—Así que guardó el marco en el bolsillo… —insistió Geoff.
—Y de repente oí que alguien subía. Estaba en el dormitorio, no lo olvide, por lo que me metí en el armario de Suzanne y traté de esconderme detrás de sus vestidos. No cerré la puerta del todo.
—¿Vio quién era?
—No, la cara no.
—¿Qué hizo aquella persona?
—Se dirigió directamente al joyero, revolvió en él y cogió algo. Entonces, como al parecer no encontraba todo lo que buscaba, empezó a mirar en los cajones. Parecía desquiciado. Al cabo de unos minutos, o bien encontró lo que estaba buscando o bien se dio por vencido. Esperé un buen rato y luego, intuyendo que había ocurrido algo terrible, bajé cautelosamente al vestíbulo. Entonces la vi.
—Había muchas joyas en ese joyero. ¿Qué fue lo que se llevó el asesino de Suzanne?
—Por lo que oí durante el juicio, estoy seguro de que cogió la flor y el capullo…, el alfiler de diamantes. Era una pieza muy bella, una joya única.
—¿Fue la persona que le regaló ese alfiler a Suzanne la misma que le dio la pulsera con los signos del Zodíaco?
—Oh, sí. De hecho, yo diría que era precisamente la pulsera lo que estaba buscando.
—¿Sabe quién le regaló a Suzanne el alfiler y la pulsera?
—Claro que lo sé. Suzanne me lo contaba casi todo. Eso sí, escúcheme bien, no puedo jurar que sea la misma persona que estuvo en la casa aquella noche, aunque sería lo más lógico, ¿no cree? Mi testimonio servirá para encontrar al verdadero asesino. De ahí que me merezca alguna clase de consideración, ¿no le parece?
—Señor Arnott, ¿quién le regaló a Suzanne el alfiler y la pulsera?
Arnott le miró con gesto risueño.
—No me va a creer cuando se lo diga.