Jason Arnott adivinó que algo nefasto había ocurrido en el mismo momento en que abrió la puerta de su casa de las Catskills y vio que Maddie no se encontraba en ella.
«Si Maddie no está aquí y no ha dejado una nota, entonces es que ha ocurrido algo. Se acabó», pensó. ¿Cuánto tardarían en capturarle? Pronto, de eso estaba seguro.
De repente sintió hambre. Fue rápidamente al frigorífico y sacó el salmón ahumado que había encargado a Maddie que comprara. Luego cogió las alcaparras, el queso fundido y el paquete de pan tostado. La botella de Pouilly-Fuissé ya estaba fría.
Se preparó un plato de salmón y se sirvió un vaso de vino. Con ellos en las manos, se paseó por la casa. «Digamos que se trata de la última visita», pensó mientras observaba los tesoros que le rodeaban. El tapiz del comedor, exquisito. La Aubusson del salón —un verdadero lujo pasear sobre semejante preciosidad—. La escultura de bronce de Chaim Gross, una esbelta mujer que sostiene a un niño pequeño en la palma de la mano… A Gross le encantaba el tema de la madre y el niño. Arnott recordó que la madre y la hermana del escultor habían muerto en el holocausto.
Le iba a hacer falta un abogado, claro. Un buen abogado. Pero ¿quién? Una sonrisa se dibujó en sus labios. Conocía a la persona adecuada: Geoffrey Dorso, el hombre que llevaba diez años representando a Skip Reardon sin dar su brazo a torcer. Dorso tenía una reputación muy buena y tal vez quisiera aceptar a un nuevo cliente, sobre todo tratándose de alguien que podía darle la prueba que necesitaba para sacar a Reardon de la cárcel.
En ese momento sonó el timbre de la puerta principal. Hizo caso omiso. Volvió a sonar una vez más y luego continuó sonando persistentemente. Arnott masticó la última tostada, paladeando el delicado sabor del salmón y el regusto agrio de las alcaparras.
Entonces sonó el timbre de la puerta de servicio. «Estoy rodeado —pensó—. Qué se le va a hacer». Hacía tiempo que sabía que algún día tendría que ocurrir. Si se hubiera dejado llevar por sus instintos y hubiese salido del país… Apuró el vaso de vino, decidió que otro más no le vendría mal y volvió a la cocina. Entonces advirtió que detrás de las ventanas había varios hombres mirándolo, hombres con una expresión de agresividad y satisfacción propia de quienes tienen el derecho a ejercer el poder.
Arnott les hizo un gesto con la cabeza y levantó el vaso parodiando un brindis. Sin dejar de beber, se dirigió a la puerta de servicio, la abrió y se apartó a un lado para dejar que los hombres irrumpieran en la casa.
—FBI, señor Arnott —exclamaron—. Tenemos una orden para registrar su casa.
—Caballeros, caballeros —murmuró—. Les ruego que tengan cuidado. En esta casa hay muchos objetos de gran belleza; algunos son muy valiosos. Tal vez no estén acostumbrados a ellos, pero, por favor, respétenlos. ¿No tendrán los zapatos manchados de barro?