Tras la prolongada pausa para el almuerzo, el fiscal Brandon Royce regresó a la sala para comenzar la sesión de la tarde del juicio de Estados Unidos contra James Forrest Weeks. Se sentía seguro, porque sabía que detrás de su discreta y tímida fachada, Martha Luce tenía la memoria de un ordenador personal. La declaración irrecusable que serviría para condenar a Weeks iba tomando cuerpo a medida que respondía a la amable presión que estaban ejerciendo sobre ella dos de sus ayudantes.
Royce reconocía que el sobrino de Luce tenía posibilidades. El abogado había insistido en que antes de que Martha empezase a decir lo que sabía, el acuerdo al que habían llegado fuera firmado por ambas partes en presencia de testigos. A cambio de su sincera y cumplida colaboración, de la cual no podría desdecirse a posteriori, no se le procesaría por ningún cargo de tipo federal, penal o civil ni en el presente ni en el futuro.
Sin embargo, ya se ocuparía más tarde de la declaración de Martha Luce. La presentación de los argumentos de la acusación llevaba un orden estricto. El testigo que iba a declarar esa tarde era un restaurador que a cambio de la renovación de su contrato de arrendamiento había aceptado pagar al recaudador de Jimmy Weeks un suplemento mensual de cinco mil dólares en efectivo.
Cuando llegó el turno de preguntas a la defensa, Royce se puso en pie para protestar cada vez que Bob Kinellen interpelaba al testigo tratando de cogerle en algún pequeño error y obligándole a confesar que en realidad nunca había visto a Jimmy Weeks con el dinero en las manos y que por ello no podía asegurar que el recaudador no estuviera trabajando por su cuenta. «Kinellen es un buen abogado —pensó Royce—. Es una pena que esté desperdiciando su talento representando a este desgraciado».
Royce no sabía que Robert Kinellen compartía su opinión pese a la buena impresión que estaba causando a un jurado tan receptivo como el que tenía delante.