La noticia de que en la residencia de verano de Barney Haskell se había descubierto una caja de seguridad llena de documentos significó para Bob Kinellen el anuncio de que todas las esperanzas de absolución que le pudieran quedar a Jimmy Weeks se habían evaporado. Incluso el suegro de Kinellen, Anthony Bartlett, cuya ecuanimidad era proverbial, había empezado a reconocer sin tapujos lo que ya era inevitable.
El mismo martes por la mañana, el fiscal Royce había solicitado que la pausa para el almuerzo se prolongara una hora más. El juez había accedido. Bob sospechaba cuál era el significado de esa maniobra. Martha Luce, una de los testigos de la defensa que gozaba de mayor credibilidad debido a su carácter tímido y serio, estaba recibiendo presiones.
Si Haskell había hecho copias de los libros de contabilidad, el documento en el que Luce había jurado que las cuentas de Weeks eran correctas colgaría ahora sobre su cabeza como una espada de Damocles.
Si Martha Luce accedía a declarar como testigo de cargo a cambio de que la acusación le concediese la inmunidad, todo se habría acabado.
Bob Kinellen estaba sentado en su despacho en silencio, mirando cualquier cosa que no fuera su cliente. Sentía un cansancio terrible, como si un peso le estuviera aplastando, y se preguntaba en qué momento le había invadido. Pensando en lo que había hecho durante los últimos días, de pronto se acordó: había sido al comunicar a Kerry la amenaza que se cernía sobre su hija. Había conseguido trabajar de abogado durante once años sin faltar a las leyes escritas. Jimmy Weeks tenía derecho a defenderse, y su tarea era impedir que lo condenaran. Lo hacía por medios legales. Si se empleaban otros recursos, él ni lo sabía ni quería saberlo.
Sin embargo, en ese juicio él había pasado a formar parte del proceso que se había puesto en marcha para burlar la ley. Weeks le acababa de explicar la razón por la que había insistido en que la señora Wagner fuera miembro del jurado: su padre estaba en una cárcel de California. Treinta años atrás había asesinado a una familia entera de campistas en el parque nacional de Yosemite. Kinellen sabía que tenía que ocultar esta información y presentarla luego como parte de la apelación de Weeks. También sabía que no era algo ético. La etapa en que había estado pisando terreno peligroso había llegado a su fin. Había dado un paso adelante. Todavía le consumía la terrible vergüenza que le había embargado al oír el grito de terror que había proferido Robin mientras él forcejeaba con Kerry. ¿Cómo le había explicado Kerry lo que ocurría? «Tu padre me acaba de decir que su cliente le ha hecho una amenaza que te afecta a ti… El cliente de tu padre es la persona que ordenó al individuo que viste la semana pasada que te diera un susto…».
Jimmy Weeks le tenía pánico a la cárcel. La idea de estar encerrado le resultaba insufrible. Haría cualquier cosa con tal de evitarlo.
Evidentemente, Jimmy estaba fuera de sí. Habían almorzado en una mesa privada de un restaurante situado a pocos kilómetros de los tribunales. Tras pedir los platos, Jimmy le había dicho bruscamente:
—No quiero ni que mentéis la posibilidad de llegar a un trato con el fiscal, ¿entendido?
Bartlett y Kinellen aguardaron sin decir nada.
—Por lo que respecta a los miembros del jurado, me temo que ya podemos olvidarnos de que el debilucho ése que tiene a la mujer enferma vaya a apoyarnos.
«Eso te lo podría haber dicho yo», pensó Kinellen. No quería hablar de ello. Si su cliente había estado sobornando a los miembros del jurado, lo había hecho sin su conocimiento, se dijo para tranquilizarse. «Sí, y Haskell ha sido víctima de un robo», le dijo burlonamente una voz interior.
—Bobby, mis hombres me han dicho que el agente encargado del jurado tiene una deuda contigo —dijo Weeks.
—¿De qué estás hablando, Jimmy? —respondió Bob mientras jugueteaba con su tenedor.
—Sabes perfectamente de qué estoy hablando. Sacaste a su hijo de un lío, de un buen lío. Te está muy agradecido.
—¿Y?
—Bobby, creo que el agente debería hacerle saber a la tonta y remilgada señora Wagner que su papaíto, el asesino, va a salir en titulares si ella no presenta una duda razonable cuando llegue el momento de dar el veredicto.
«Cría cuervos y te sacarán los ojos», le había dicho Kerry antes de que naciera Robin.
—Jimmy, el hecho de que la señora Wagner no haya revelado esa circunstancia en su momento constituye por sí mismo un motivo para pedir que se celebre un segundo juicio. Este es el as que tenemos guardado en la manga. No tenemos por qué complicar más las cosas. —Bob lanzó una mirada a su suegro—. Para Anthony y para mí, supone un gran riesgo no habérselo comunicado todavía al juez. Podríamos salvar el pellejo aduciendo que nos hemos enterado de ello cuando el juicio ya había acabado. Incluso si te condenan, quedarás libre bajo fianza, y luego todo lo que habrá que hacer será conseguir aplazamientos.
—No basta, Bobby. Esta vez vas a tener que mojarte. Ten una conversación amistosa con el oficial. Te escuchará. Que hable con la señora Wagner, que ya se ha metido en un lío por mentir durante la selección del jurado. De ese modo, se podría dar el caso de que no llegaran a un acuerdo en el veredicto o incluso de que me absolvieran. Entonces podríamos dedicarnos a conseguir aplazamientos mientras vosotros halláis la manera de que me absuelvan en el próximo juicio.
El camarero volvió a su mesa con los aperitivos. Bob Kinellen había pedido caracoles, una especialidad de la casa que le encantaba. Hasta que hubo terminado y el camarero hubo recogido el plato, no se dio cuenta de que no había probado bocado. «Jimmy no es el único que está acorralado —pensó—. Estoy tan atrapado como él».