Habían pasado casi dos semanas y Kerry seguía todavía rebosando de satisfacción por el resultado del juicio. Había conseguido la condena de asesinato. Al menos los hijos de la mujer asesinada no crecerían sabiendo que el asesino de su madre iba a estar en la calle en un plazo de cinco o seis años. Aquello era lo que habría ocurrido si el jurado hubiera aceptado la defensa de homicidio sin premeditación. La condena mínima por asesinato era de treinta años sin libertad condicional.
Se encontraba de nuevo sentada en la sala de espera de la consulta del doctor Smith. Abrió su omnipresente cartera y sacó un periódico. Era el segundo reconocimiento que le hacían a Robin y no debería ser más que una cuestión rutinaria, de manera que podía relajarse. Además, estaba impaciente por leer las últimas noticias sobre el caso Weeks.
Tal como había pronosticado Frank Green, la opinión generalizada era que el acusado tenía las de perder. Las investigaciones que se habían realizado con anterioridad por soborno, uso de información privilegiada y blanqueo de dinero habían tenido que ser abandonadas por falta de pruebas. Esta vez, sin embargo, se decía que los argumentos de la acusación eran realmente sólidos. Es decir, si es que lograba presentarlos. La selección del jurado se había prolongado varias semanas y no parecía que fuera a acabar nunca. Seguro que Bartlett y Kinellen estaban encantados de que siguieran aumentando el número de horas que iban a cobrar, pensó la abogada.
Bob le había presentado a Jimmy Weeks en una ocasión en que se lo encontraron en un restaurante. Kerry examinó la fotografía en que Weeks aparecía sentado al lado de su ex marido en la mesa de la defensa. Detrás del traje sastre que llevaba y el postizo aire de sofisticación que tenía no había más que un matón, pensó.
En la foto, Bob tenía el brazo extendido por detrás del respaldo de la silla de Weeks en actitud protectora. Las cabezas de ambos hombres estaban próximas. Kerry recordó que Bob solía adoptar esa postura.
Leyó rápidamente el artículo y volvió a meter el periódico en la cartera. Recordó lo consternada que se había sentido cuando, poco después de nacer Robin, Bob le había dicho que había aceptado un trabajo con Bartlett y Asociados.
—Todos sus clientes tienen un pie en la cárcel —había afirmado ella—. Y deberían tener los dos.
—Y pagan sus facturas puntualmente —había contestado Bob—. Kerry, quédate en la fiscalía si quieres. Yo tengo otros planes.
Un año más tarde le había anunciado que dichos planes incluían casarse con Alice Bartlett.
«La misma historia de siempre», se dijo Kerry mientras miraba alrededor. Las personas que se encontraban en la sala de espera ese día eran un adolescente con aspecto atlético y una venda sobre la nariz y una mujer de edad avanzada cuya arrugada piel indicaba el motivo de su presencia en la consulta.
Kerry miró su reloj. Robin le había dicho que la semana pasada había estado esperando media hora en una de las salas. «Debí haber llevado un libro», había añadido. Esta vez no se había olvidado de traerse uno.
«¿Por qué el doctor Smith no concertará sus citas a horas más razonables?», se preguntó Kerry con irritación mientras miraba hacia la puerta por la que se entraba a las salas de consulta, que se abría en ese momento.
Kerry se quedó helada y los ojos parecieron salírsele de las órbitas. La joven que estaba saliendo tenía el pelo oscuro, la nariz recta, los labios abultados, los ojos grandes y las cejas arqueadas. La abogada sintió un nudo en la garganta. No era la misma mujer que había visto la otra vez, pero se parecía mucho a ella. ¿Serían parientes? Aunque las dos fueran pacientes del doctor, no tenía sentido que las estuviera sometiendo a un tratamiento para darles la misma imagen, pensó.
¿Y cómo era posible que la cara de esa mujer le resultara familiar hasta el extremo de ser la causa de una pesadilla? Kerry movió la cabeza, incapaz de hallar una respuesta.
Volvió a mirar a las demás personas que estaban sentadas en la pequeña sala de espera. Evidentemente, el muchacho había sufrido un accidente; lo más probable era que se hubiera roto la nariz. En cambio, la mujer de edad avanzada ¿había acudido a la consulta por algo tan rutinario como un lifting en la cara o había ido con la esperanza de cambiar de imagen por completo?
¿Qué sensación se tendría al mirarse en el espejo y ver la cara de un extraño?, se preguntó Kerry. ¿Se podía elegir la imagen que se quisiera? ¿Sería así de sencillo?
—Señora McGrath.
Kerry se volvió hacia la señora Carpenter, la enfermera, que le estaba indicando que entrara en una de las salas de consulta.
Se levantó rápidamente para seguirla. La última vez Kerry había preguntado a la enfermera cómo se llamaba la mujer que había visto en la consulta y aquélla le había dicho que su nombre era Barbara Tompkins. También podría preguntarle cómo se llamaba la que acababa de ver.
—¿Cómo se llama la mujer que acaba de salir? Su cara me resulta familiar —preguntó.
—Pamela Worth —contestó la señora Carpenter lacónicamente—. Por aquí.
Encontró a Robin sentada frente al doctor. Tenía las manos recogidas sobre el regazo y estaba en una postura desacostumbradamente erguida. Entonces se fijó en la cara de alivio que ponía su hija cuando se volvió hacia ella y sus miradas se cruzaron.
El doctor le hizo un gesto con la cabeza para indicarle que se sentara en la silla que había al lado de Robin.
—Le he explicado a Robin el tratamiento de recuperación que ha de seguir para lograr que se le curen las heridas sin ningún problema. Si quiere continuar jugando a fútbol, debe prometerme que llevará una máscara durante el resto de la temporada. No podemos arriesgarnos a que se le vuelvan a abrir los cortes. Espero que las marcas hayan desaparecido en un plazo de seis meses. —Entonces le lanzó una mirada penetrante—. Ya le he explicado a Robin que mucha gente acude a mí en busca de la clase de belleza que ella ha recibido de forma natural. Su deber es protegerla. He visto en su expediente que usted está divorciada. Robin me ha dicho que era su padre quien conducía el coche cuando ocurrió el accidente. Le pido encarecidamente que le diga que cuide mejor de su hija. Es insustituible.
*****
En el camino de vuelta a casa, a petición de Robin, se detuvieron a comer en el restaurante Valentino de Park Ridge. «Me gustan los camarones que tienen aquí», explicó la niña. Sin embargo, cuando se sentaron a la mesa, miró alrededor y dijo: «Papá me trajo aquí una vez. Dice que es el mejor». El tono de su voz era triste.
«De modo que por eso éste es su restaurante favorito», pensó Kerry. Desde el día del accidente, Bob sólo había llamado a Robin en una ocasión, y en horas de clase. En el mensaje que había dejado en el contestador automático le había dicho que suponía que estaba en el colegio, lo cual debía de significar que se encontraba perfectamente. Ni siquiera le había pedido que le llamara cuando volviera. «No seas injusta —se dijo Kerry—. Me llamó al despacho y sabe que el doctor Smith ha dicho que se va a recuperar. Aunque de eso hace ya dos semanas. Desde entonces no sé nada de él».
El camarero les preguntó qué iban a comer. Cuando se quedaron nuevamente solas, Robin dijo:
—Mamá, no quiero volver a ver al doctor Smith. Es un hombre muy raro.
A Kerry se le encogió el corazón. Precisamente era lo que había estado pensando. Lo que le vino entonces a la cabeza fue que sólo tenía la palabra del doctor de que las feas marcas rojas que Robin tenía en la cara fueran a desaparecer. «Debo llevarla a otro médico para que la mire», pensó. Tratando de hablar con tono despreocupado, dijo:
—Bueno, no creo que haya nada que objetar al doctor Smith, si exceptuamos el hecho de que es un energúmeno. —Su hija premió su comentario con una sonrisa—. De todos modos —continuó—, no vas a tener que volver a verlo hasta dentro de un mes, y después es posible que no vuelvas a verlo jamás, así que no te preocupes. No es culpa suya haber nacido con una forma de ser tan desagradable.
Robin se echó a reír.
—Te quedas corta. ¡No hay quien lo aguante!
Cuando les sirvieron la comida, probaron lo que habían pedido cada una y se pusieron a charlar. A Robin le encantaba la fotografía y estaba asistiendo a un curso sobre técnica fotográfica para principiantes. El último trabajo que le habían encargado era captar el cambio de color de las hojas en otoño.
—Tengo que enseñarte las fotos tan bonitas que hice cuando empezaron a cambiar de color, mamá. Estoy segura de que las que he sacado esta semana son una maravilla; ahora es cuando las hojas tienen el color más intenso.
—¿Y lo sabes sin verlas? —murmuró Kerry.
—¡Ajá! Estoy deseando que las hojas se sequen para que las levante un buen vendaval y las esparza por todos lados. Será maravilloso, ¿no crees?
—No hay nada como un buen vendaval para esparcirlo todo —asintió Kerry.
Decidieron no tomar postre. Kerry estaba metiendo la tarjeta de crédito en la cartera cuando oyó a Robin sofocar una exclamación.
—¿Que sucede, Rob?
—Papá está aquí. Nos ha visto. —Robin se había levantado de un salto.
—Espera, Rob, deja que venga él —musitó Kerry. Se volvió. Bob estaba siguiendo al maître en compañía de otro hombre. Kerry abrió los ojos desmesuradamente. El hombre que le acompañaba era Jimmy Weeks.
—Como de costumbre, Bob tenía un aspecto formidable. Ni siquiera un duro día de trabajo en los juzgados dejaba una huella de cansancio en su atractivo rostro. «Ni arrugas ni descuidos», pensó Kerry, consciente de que siempre que veía a Bob tenía el impulso de retocarse el maquillaje, arreglarse la melena y alisarse la chaqueta.
Robin, por su parte, no cabía en sí de gozo. Encantada, apretó a su padre cuando éste la abrazó.
—Siento no haber estado en casa cuando llamaste, papá.
«Oh, Robin», pensó Kerry. Entonces se dio cuenta de que Weeks la estaba mirando fijamente.
—Nos presentaron aquí mismo el año pasado —dijo—. Estaba cenando con un par de jueces. Me alegro de volver a verla, señora Kinellen.
—Dejé de apellidarme así hace tiempo. Ahora me apellido de nuevo McGrath. De todos modos, tiene usted buena memoria, señor Weeks. —El tono de Kerry era inexpresivo. Por descontado, no estaba dispuesta a decir que se alegraba de ver a ese hombre.
—Sin lugar a dudas. —La sonrisa de Weeks hizo que el comentario pareciera una broma—. Viene bien cuando se trata de recordar a una bella mujer.
«Vamos, hombre…», pensó Kerry con una sonrisa tensa en los labios. Se desentendió de él en cuanto Bob soltó a Robin y le tendió la mano.
—Kerry, qué sorpresa más agradable.
—Suele ser una sorpresa verte, Bob…
—Mamá… —imploró Robin.
Kerry se mordió el labio. Se detestaba a sí misma cuando se metía con Bob en presencia de su hija. Esbozó una sonrisa forzada.
—Ya nos íbamos.
Cuando se hubieron sentado a la mesa y les hubieron servido las bebidas, Jimmy Weeks comentó:
—No parece que tu antigua mujer te tenga mucho aprecio, Bobby.
Kinellen se encogió de hombros.
—Kerry debería calmarse. Se lo toma todo demasiado en serio. Nos casamos muy jóvenes y luego nos separamos. Es algo que sucede todos los días. Ojalá conociera a otro hombre.
—¿Qué le ha ocurrido a vuestra hija en la cara?
—Se le clavaron unos cristales en un accidente de tráfico. No es nada grave.
—¿La has llevado a un buen cirujano plástico?
—Sí, a uno que me han recomendado. ¿Qué te apetece comer?
—¿Cómo se llama el médico? Igual es el mismo al que ha ido mi esposa.
Bob Kinellen empezó a crisparse y maldijo la mala suerte que había tenido al encontrarse con Kerry y Robin y tener que responder a las preguntas de Jimmy sobre el accidente.
—Charles Smith —dijo finalmente.
—¿Charles Smith? —La voz de Weeks era de sorpresa—. Estás de broma.
—Ojalá lo estuviera.
—Bueno, he oído decir que está a punto de jubilarse. Está muy delicado.
Kinellen le lanzó una mirada de extrañeza.
—¿Cómo te has enterado de eso?
Jimmy Weeks le observó fríamente.
—Le sigo la pista. Te puedes imaginar por qué. No creo que tarde mucho.