A las doce y media, una asustada Martha Luce, que había trabajado durante veinte años de administradora para James Forrest Weeks, se encontraba en el despacho del fiscal Brandon Royce retorciendo un pañuelo húmedo con las manos.
Le acababan de leer en voz alta la declaración jurada que había entregado a Royce varios meses atrás.
—¿Mantiene usted lo que nos dijo aquel día? —preguntó Royce al tiempo que golpeaba los folios que tenía en la mano.
—Les dije todo lo que sabía —dijo Martha en una voz tan baja que prácticamente resultaba inaudible. Lanzó una mirada de soslayo al taquígrafo y luego otra a su sobrino, un joven abogado a quien había llamado presa del pánico al enterarse del fructífero registro que la policía había llevado a cabo en la casa de Barney Haskell.
Royce se inclinó.
—Señora Luce, permítame que haga hincapié en lo grave que es la situación en la que se encuentra. Espero que sea consciente del riesgo que corre si decide continuar mintiendo bajo juramento. Tenemos suficientes pruebas como para encerrar a Jimmy Weeks. Ya le he mostrado mis cartas. Como por desgracia a Barney Haskell le han arrebatado la vida de forma repentina, nos sería de gran ayuda que usted se presentara como testigo vivo —el fiscal subrayó la palabra «vivo»—, para corroborar la exactitud de sus documentos. Si no lo hace, Jimmy Weeks será condenado igualmente, pero entonces, señora Luce, dirigiremos toda nuestra atención hacia su persona. El perjurio es un delito muy grave, como lo es la colaboración en la evasión de impuestos sobre la renta.
El semblante, siempre tímido, de Martha Luce se demudó y la mujer echó a llorar. Sus ojos azul pálido enrojecieron de inmediato y las lágrimas que los arrasaban empezaron a caer por sus mejillas.
El señor Weeks pagó todas las facturas que tuvimos durante la larga enfermedad de mi madre.
—Eso está muy bien —dijo Royce—, pero las pagó con el dinero de los contribuyentes.
—Mi cliente tiene derecho a guardar silencio —intervino el abogado.
Royce le lanzó una mirada fulminante.
—Eso ya ha quedado claro, señor abogado. Pero dígale a su cliente que no nos gusta enviar a mujeres de edad madura a la cárcel por el hecho de equivocar el objeto de su lealtad. Por esta vez, y sólo por esta vez, estamos dispuestos a ofrecer a su cliente la inmunidad absoluta a cambio de su total colaboración. Dicho esto, ahora todo depende de ella. Eso sí, recuérdele —el tono de Royce era de profundo sarcasmo— que Barney Haskell tardó tanto tiempo en decidir si quería aceptar el trato que al final no pudo cerrarlo.
—¿Inmunidad absoluta? —preguntó el abogado.
—Absoluta. Además detendremos a la señorita Luce de forma preventiva. No queremos que le suceda nada.
—Tía Martha… —empezó a decir el joven con voz entrecortada.
Ella dejó de gimotear.
—Lo sé, querido. Señor Royce, quizá llegara a sospechar en algún momento que el señor Weeks…