A las nueve y media de esa mañana, Jason Arnott se asomó por la ventana, vio el cielo encapotado y se sintió vagamente deprimido. Aunque todavía se resentía de las piernas y la espalda, ya se había restablecido de la gripe que le había obligado a guardar cama durante el fin de semana. Sin embargo, no había logrado quitarse de encima la desasosegante sensación de que algo iba mal.
Todo se debía al maldito comunicado del FBI, cómo no. Se trataba de la misma sensación que había tenido después de cometer el robo de la casa del diputado Peale. Al llegar, se había encontrado encendidas algunas de las lámparas del piso de abajo, que estaban conectadas a un interruptor automático; las habitaciones del piso de arriba, en cambio, estaban a oscuras. Cuando avanzaba por el pasillo con el cuadro y la caja de caudales que había arrancado de la pared, oyó unos pasos. Apenas había tenido tiempo para cubrirse la cara con el cuadro cuando la luz inundó el pasillo.
Entonces había oído un gemido tembloroso: «¡Oh, Dios santo!». Se trataba de la madre del diputado. No había sido su intención hacerle daño. Instintivamente, se abalanzó hacia ella, sosteniendo el cuadro como si fuera un escudo, sólo quería derribarla, arrebatarle las gafas y salir huyendo. Había pasado un buen rato hablando con ella en la fiesta de la toma de posesión del diputado, por lo que sabía que sin ellas estaba más ciega que un topo.
Sin embargo, le había golpeado la cabeza con el pesado marco del retrato con más fuerza de la que quería y la mujer se había caído de espaldas por las escaleras. Por el sonido ronco que salió de su garganta antes de quedarse inerte, Jason supo que había muerto; durante los meses siguientes, no había dejado de mirar por encima del hombro por temor a encontrarse a alguien que fuera a ponerle las esposas.
Ahora, por mucho que intentara olvidarse de ello, el comunicado del FBI le causaba el mismo desasosiego.
Tras el caso Peale, su único consuelo había sido regalarse con el cuadro que había robado aquella noche. Descanso, la obra maestra de John White Alexander. Lo había colgado en el dormitorio de la casa de las Catskills, siguiendo el ejemplo de Peale, que también lo tenía en su habitación. Le hacía gracia saber que miles de personas acudían en tropel al Museo Metropolitano de Nueva York para contemplar su pareja, Reposo. De los dos cuadros, él prefería Descanso. Aunque la figura yacente de la hermosa mujer que aparecía en él tenía las mismas líneas largas y sinuosas que Reposo, sus ojos cerrados y la sensualidad de su rostro le recordaban a Suzanne.
Sobre la mesita tenía el marco miniatura con su fotografía. Le gustaba tener ambos objetos en la habitación, pese a que la imitación del marco Fabergé no era digna de la gloriosa imagen que encuadraba. La mesita, que era de mármol y oro, era una primorosa muestra de neogótico y formaba parte del cuantioso botín que se había llevado con ayuda de una furgoneta de la casa de los Merriman.
Llamaría antes. Le gustaba llegar a la casa y encontrarse con la calefacción encendida y el frigorífico bien aprovisionado. En lugar de utilizar el teléfono de la casa, llamaría a la asistenta con el teléfono celular que había dado de alta con uno de sus sobrenombres.
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En el interior de lo que parecía una camioneta de reparaciones del Servicio Público de Gas y Electricidad sonó la señal que indicaba que Jason Arnott estaba haciendo una llamada telefónica. Mientras los agentes escuchaban, se sonrieron el uno al otro con aire triunfal.
—Creo que el zorro del señor Arnott nos va a llevar hasta su madriguera —comentó el agente que dirigía la operación. Entonces guardó silencio y escuchó cómo Jason acababa la conversación: «Gracias, Maddie. Saldré de casa dentro de una hora. Estaré allí antes de la una».
Maddie respondió con voz grave y monótona:
—Lo tendrá todo preparado. No se preocupe.