La fiscalía del condado de Bergen se encontraba en la primera planta del ala oeste del Palacio de Justicia. Aparte de Franklin Green, el fiscal, en ella trabajaban sus treinta y cinco ayudantes, setenta investigadores y veinticinco secretarias.
Pese al constante exceso de trabajo y la seria y en ocasiones macabra naturaleza de la profesión, en la fiscalía se respiraba un ambiente de camaradería. A Kerry le encantaba trabajar allí. De forma regular, los bufetes le hacían tentadoras ofertas de trabajo. Sin embargo, a pesar de las interesantes condiciones económicas, la abogada había decidido permanecer en su sitio, y poco a poco había ascendido en el escalafón hasta llegar al puesto de encargada de procesos. Mientras tanto, se había ganado la reputación de ser una abogada inteligente, dura y escrupulosa.
Dos jueces que habían llegado a la edad de jubilación obligatoria acababan de abandonar su cargo como magistrados, por lo que en ese momento había dos puestos vacantes en la judicatura. En su calidad de senador, Jonathan Hoover había propuesto a Kerry para uno de esos puestos. Ella no quería admitir, ni siquiera ante sí misma, cuánto deseaba conseguirlo. Aunque los grandes bufetes de abogados le ofrecían mucho dinero, un puesto de juez era la clase de logro con que el dinero no podía competir.
Esa mañana Kerry estaba pensando en su posible designación mientras tecleaba el código de entrada de la puerta principal. Cuando oyó el click, abrió la puerta. Saludó al encargado del cuadro de mandos y se dirigió apresuradamente a su despacho.
Comparado con los cuchitriles sin ventanas que tenían asignados los nuevos ayudantes, el despacho de la encargada de procesos era de unas dimensiones bastante dignas. Había tal cantidad de pilas de expedientes sobre su viejo escritorio de madera que su deterioro por el paso del tiempo era algo secundario. Las butacas, a pesar de que no hacían juego, resultaban prácticas. Y para abrir el cajón superior del archivador había que tirar de la manilla con fuerza, aunque Kerry consideraba esto un estorbo sin importancia.
El despacho estaba provisto de ventilación oblicua y de ventanas que proporcionaban luz y aire. Kerry le había dado un poco de vida poniendo sobre el alféizar de cada ventana varias plantas de aspecto lozano y colgando unas fotos enmarcadas que había sacado Robin. El resultado que había conseguido era de comodidad funcional y estaba completamente satisfecha de que fuera su despacho.
Esa mañana había traído la primera helada de la estación y Kerry se había puesto su chubasquero antes de salir de casa. Lo colgó con cuidado: lo había comprado en unas rebajas y quería que le durara.
Se sentó en el escritorio y trató de ahuyentar los últimos vestigios del inquietante sueño que había tenido aquella noche. El asunto que tenía ahora entre manos era el juicio que iba a comenzar dentro de una hora.
La supervisora asesinada tenía dos hijos adolescentes a los que había educado sola. ¿Quién iba a cuidar de ellos ahora? «Supongamos que me pasara algo a mí —pensó Kerry—. ¿Quién se ocuparía de Robin? Su padre no, desde luego. Ella no sería feliz en su nueva casa, ni recibiría una buena acogida». Kerry tampoco podía imaginar a su madre y su padrastro, que tenían más de setenta años y vivían en Colorado, ocupándose de una niña de diez años. «Dios santo, espero que no me pase nada hasta que se haga mayor», pensó antes de dirigir su atención al expediente que tenía delante.
A las nueve menos diez sonó el teléfono. Era Frank Green, el fiscal.
—Kerry, ya sé que tienes que estar en la sala dentro de nada, pero quiero verte un segundo.
—Cómo no. —«Pero tendrá que ser sólo un segundo, pensó ella. Frank sabe que al juez Kafka le saca de quicio que le hagan esperar».
Encontró al fiscal Frank Green sentado en su escritorio. Era un hombre de facciones marcadas y ojos astutos. A sus cincuenta y dos años de edad, se mantenía tan en forma que parecía un jugador de fútbol americano. Su sonrisa era cálida pero extraña, pensó. ¿Se había arreglado la dentadura? «Si es así, ha hecho bien. Tiene buen aspecto, y saldrá bien en las fotografías cuando le propongan en junio».
No había lugar a dudas de que Green ya estaba preparando su candidatura para gobernador. La atención que prestaban los medios de comunicación a su fiscalía era cada vez mayor y el cuidado con que elegía últimamente su vestuario era evidente. Un editorial había dicho que dado que el actual gobernador había realizado un gran servicio durante los dos últimos mandatos y que Green era el sucesor que había elegido, había muchas posibilidades de que éste fuera el próximo encargado de dirigir el estado.
En cuanto se había publicado el editorial, Green había empezado a ser conocido entre los miembros de la fiscalía como «nuestro dirigente».
La abogada le admiraba por su habilidad y eficacia como jurista. Estaba al frente de un equipo sólido y cohesionado. El único pero que le ponía era que durante aquellos diez años había condenado al ostracismo a varios ayudantes por haber cometido errores inocentes. En su escala de prioridades Green se colocaba siempre a sí mismo en el primer lugar.
Kerry sabía que su posible designación para el cargo de juez había hecho que su estatura como abogada aumentara a los ojos de Green.
—Parece que los dos estamos destinados a hacer grandes cosas —había comentado en un insólito arranque de euforia y camaradería.
Cuando llegó a su despacho le dijo:
—Entra, Kerry. Sólo quería que me dijeras personalmente cómo se encuentra Robin. Cuando me enteré ayer de que habías pedido al juez que suspendiera el juicio, me quedé preocupado.
Le informó de forma resumida cómo había ido el reconocimiento y le tranquilizó diciéndole que no había por qué preocuparse.
—Robin estaba con su padre cuando ocurrió el accidente, ¿no es cierto? —preguntó él.
—Sí, Bob estaba conduciendo.
—Es posible que se le esté acabando la buena suerte a tu ex marido. No creo que consiga sacar a Weeks de ésta. Se dice por ahí que le van a coger. Espero que así sea. Es un estafador o tal vez algo peor. —Entonces hizo un gesto de rechazo—. Me alegro de que Robin esté bien; ya sé que estás a cargo de todo. Hoy vas a interrogar al acusado, ¿no es así?
—Sí.
—Conociéndote, casi me da pena. Buena suerte.