Si Morgan, el agente del FBI encargado de la investigación del robo de los Hamilton, se encontraba en su despacho de Quantico el sábado por la tarde examinando las impresiones de ordenador relacionadas con el caso y las que creía que pudieran serle de ayuda.
Había pedido a los Hamilton, y también a las víctimas de robos parecidos, que le dieran los nombres de todos los invitados que habían acudido a cualquier reunión o fiesta en sus casas durante los meses previos al golpe. El ordenador había creado un archivo maestro y luego había confeccionado una lista aparte con los nombres que aparecían con más frecuencia ordenados alfabéticamente.
«El problema —pensó Si— es que como muchas de estas personas se mueven en los mismos círculos, no es nada extraño que salgan ciertos nombres de forma regular, sobre todo en las grandes ocasiones».
De todos modos, había una docena de nombres que aparecían constantemente. Si examinó la lista.
El primer nombre era Arnott, Jason.
Pero Arnott había sido objeto de una discreta investigación hacía un par de años. No se le había encontrado nada. Tenía una gruesa cartera de acciones y en sus cuentas personales no se habían hallado las repentinas entradas de dinero que se suelen asociar con los robos. Sus ingresos se correspondían con su estilo de vida y su declaración de renta reflejaba con exactitud las operaciones que había llevado a cabo en la bolsa. Era un respetado experto en arte y antigüedades. Organizaba con frecuencia fiestas en su casa y era una persona a la que se le tenía aprecio.
Si había una objeción que se le pudiera hacer a su retrato, era que tal vez fuera demasiado perfecto. Aparte de esto, sus profundos conocimientos de antigüedades y bellas artes encajaban con el carácter selectivo del ladrón: sólo robaba obras de primera clase. Morgan pensó que si no aparecía nada más, sería conveniente volver a investigarle. De todas formas, el agente tenía mucho más interés en otra persona que aparecía en la lista de nombres más frecuentes: Sheldon Landi, el propietario de una empresa de relaciones públicas.
«Landi se codea con personas de alto nivel económico —pensó Si—. No tiene mucho dinero y aun así vive a lo grande». Landi también respondía al retrato del hombre que el ordenador les había dicho que buscaran: de edad madura, soltero, con estudios universitarios y autónomo.
Había enviado seiscientos comunicados con la fotografía de la cámara de seguridad a los nombres que se habían seleccionado. Hasta ese momento habían recibido treinta respuestas. Una era la de una mujer que había llamado para decirles que, en su opinión, el culpable podría ser su ex marido: «Estuvo robándome sin que yo me diera cuenta durante todos los años que estuvimos casados, y luego, cuando nos divorciamos, no dejó de contar mentiras hasta que consiguió una satisfacción económica. Además, tiene la barbilla afilada como la que se ve en la fotografía —les había explicado acaloradamente—. Les aconsejo que le investiguen».
Recostado en el sillón de su despacho, Si pensó en esta llamada y sonrió. El ex marido de esa mujer era senador de Estados Unidos.