El viernes por la noche, Geoff Dorso fue a cenar a casa de sus padres, en Essex Falls. Se trataba, por así decirlo, de una invitación de carácter obligatorio. Su hermana Marian, su cuñado Don y sus sobrinos, gemelos de dos años de edad, habían llegado de Boston para pasar el fin de semana. Su madre se había puesto inmediatamente manos a la obra para reunir a los cuatro hijos restantes, junto con sus respectivas esposas e hijos, para dar la bienvenida a los visitantes. La noche del viernes era la única que los demás tenían libre, así que a Geoff no le quedaba otro remedio que ir.
—No te supone ningún problema aplazar los planes que tengas, ¿verdad, Geoff? —había preguntado su madre con un tono entre suplicante e imperativo cuando le había llamado esa tarde.
Geoff no tenía planes, pero a fin de poder guardarse las espaldas cuando surgiera otra «invitación obligatoria», le había contestado con evasivas:
—No sé qué decirte, mamá. Tenía que hacer una llamada, además…
Enseguida se arrepintió de haber elegido esa estratagema. Su madre le había interrumpido con tono de estar verdaderamente interesada:
—¡Oh, tienes una cita, Geoff! ¿Has conocido a alguna chica simpática? No anules la cita. Que venga contigo. Me encantará conocerla.
Geoff soltó un suspiro.
—Era una broma, mamá. No tengo ninguna cita. Llegaré alrededor de las seis.
—Muy bien, cariño. —Evidentemente, la satisfacción que había sentido su madre al saber que iría había quedado entibiada por el hecho de que no fuera a conocer a una posible nuera.
Cuando colgó el auricular, Geoff admitió que si hubiera sido la tarde del día siguiente, se habría sentido tentado de proponer a Kerry que ella y Robin le acompañaran a cenar a casa de sus padres. «Seguramente Kerry habría salido huyendo», pensó.
De pronto, se dio cuenta de algo inquietante: en el transcurso de ese día le había asaltado varias veces la idea de que Kerry le caería muy, pero que muy bien a su madre.
*****
A la seis de la tarde llegó a la elegante y laberíntica casa estilo Tudor que sus padres habían comprado hacía veintisiete años por una décima parte de su valor actual. «Era una casa familiar ideal cuando éramos pequeños —pensó—, como lo es ahora con todos los nietos». Aparcó delante de la vieja cochera, donde vivía su hermana menor, que todavía estaba soltera. Todos habían pasado por el apartamento de la cochera una vez acabados los estudios universitarios o de postgrado. Él había vivido allí durante el tiempo que había ido a la Facultad de Derecho de Columbia y dos años más después de licenciarse.
«Cómo nos lo pasábamos», reconoció mientras aspiraba el frío aire de noviembre y se imaginaba el calor que haría en la acogedora e iluminada casa. Entonces se acordó de Kerry. «Me alegro de no ser hijo único —se dijo—. Menos mal que papá no murió cuando yo estaba en la universidad y mamá no se volvió a casar y se fue a vivir con otro hombre a miles de kilómetros de distancia. Seguro que no ha sido fácil para Kerry. Debería haberla llamado —pensó—. ¿Por qué no lo he hecho? Sé que no quiere que haya alguien pendiente de ella, pero aun así sigue sin tener a nadie a quien contarle sus problemas. Ella no puede proteger a Robin de la misma manera que esta familia protegería a uno de nuestros hijos si hubiera una amenaza».
Se acercó a la puerta y se dejó envolver por la ruidosa calidez, tan característica de las ocasiones en que se reunían las tres generaciones del clan Dorso.
Tras saludar efusivamente a la rama bostoniana de la familia y decir hola con aire distraído a sus otros hermanos, a quienes veía regularmente, Geoff logró escaparse al estudio de su padre.
Repleto de libros de derecho y primeras ediciones firmadas, esa habitación era la única que quedaba fuera del alcance de los jóvenes exploradores. Edward Dorso sirvió un whisky escocés para su hijo y otro para él. A sus setenta años de edad, ya estaba jubilado. Había sido abogado especialista en derecho mercantil y había representado a algunas de las empresas más ricas del país.
Edward había conocido a Mark Young y tenía un buen concepto de él, por lo que estaba impaciente por enterarse de cualquier dato acerca de su asesinato que su hijo pudiera haber oído en los tribunales.
—No puedo decirte gran cosa, papá —dijo Geoff—. Es demasiada casualidad que un ladrón hiciera una chapuza y matase a Young justo cuando la otra víctima, Haskell, estaba a punto de llegar a un acuerdo para testificar en contra de Jimmy Weeks.
—Estoy de acuerdo. Y ya que lo comentas, hoy he ido a Trenton a comer con Sumner French. Me ha dicho algo que tal vez te interese. Se tiene la seguridad de que hace diez años un miembro de una comisión planificadora de Filadelfia proporcionó a Weeks información confidencial sobre una autopista que se iba a construir entre Filadelfia y Lancaster. Weeks compró terrenos muy valiosos y sacó una buena tajada vendiéndolos a varios promotores cuando se hicieron públicos los planes para la autopista.
—Los casos de información privilegiada son siempre iguales —comentó Geoff—. Son una realidad. Resultan casi imposibles de controlar y, por añadidura, también suelen ser difíciles de probar.
—Te comento esto por una razón. Creo que a Weeks no le costó prácticamente nada comprar esos terrenos. Al parecer, la persona que tenía la opción de comprarlos necesitaba dinero desesperadamente.
—¿Alguien que yo conozca?
—Tu cliente favorito, Skip Reardon.
Geoff se encogió de hombros.
—Nos movemos en círculos muy próximos, papá, ya lo sabes. Se trata de un factor más que contribuyó a hundir a Skip Reardon. Me acuerdo de que Tim Farrell llegó a aludir al hecho de que Skip estuviera liquidando todo lo que tenía para costear su defensa. Sobre el papel, daba la impresión de que Skip se encontraba en una estupenda situación económica, pero la verdad era que tenía unos cuantos terrenos pendientes de pago, una importante hipoteca de construcción sobre una casa de precio exorbitante y una esposa que, por lo visto, debía de pensar que estaba casada con el rey Midas. Si Skip no hubiera ido a la cárcel, hoy sería rico, porque era un buen hombre de negocios. Pero, según recuerdo, vendió todos los terrenos que tenía pendientes de pago al precio que marcaba el mercado.
—No sería el precio que marcaba el mercado si el comprador disponía de información privilegiada —dijo su padre con causticidad—. Uno de los rumores que me han llegado es que Haskell, que ya entonces era el administrador de Weeks, estaba al tanto de dicha transacción. Sea como sea, se trata de la clase de información que, de alguna manera, podría llegar a serte útil algún día.
Antes de que Geoff pudiera hacer algún comentario, un coro de voces procedente del otro lado de la puerta del estudio exclamó:
—Abuelo, tío Geoff, la cena está lista.
«Llegó la citación…» —dijo Edward Dorso al tiempo que se levantaba y estiraba los brazos.
Ve tú primero, papá. Ahora mismo estoy con vosotros. Voy a llamar a casa a ver si tengo algún mensaje en el contestador. Cuando oyó la voz queda de Kerry, apretó el auricular contra la oreja.
¿Estaba realmente diciendo que quería ir con él a la cárcel para ver de nuevo a Skip? ¿Y que quería que les acompañaran la madre de Skip y Beth Taylor? «¡Aleluya!», exclamó.
Cogiendo a su sobrino Justin, a quien acababan de mandar a buscarle, Geoff salió a toda prisa hacia el comedor, donde su madre estaba aguardando con gesto impaciente a que todos se sentaran para bendecir la mesa.
Cuando su padre hubo terminado de recitar las oraciones, su madre añadió:
—Y te agradecemos que Marian, Don y sus gemelos estén con nosotros.
—Madre, no vivimos en el Polo Norte —se quejó Marian guiñando un ojo a Geoff—. Boston está a tres horas y media de aquí.
—Si dependiera de tu madre, tendríamos una finca y viviríamos todos juntos —comentó su padre con expresión risueña—. Y no os quitaría el ojo de encima.
—Reíros, reíros —dijo la madre, pero me encanta ver a toda la familia reunida. No sabéis lo feliz que me hace saber que mis tres hijas ya se han establecido y que Vickey tiene una relación formal con alguien tan agradable como Kevin.
Geoff observó a su madre mientras ésta lanzaba una radiante sonrisa a la pareja.
—Lo único que me falta es que mi único hijo encuentre a la chica adecuada… —Su voz fue perdiéndose mientras todos se volvían hacia Geoff con gesto de comprensión.
Geoff hizo una mueca y luego sonrió, tratando de no olvidarse de que cuando no se ponía en ese plan, su madre era una mujer muy interesante que había dado clases de literatura medieval en la Universidad de Drew durante veinte años. De hecho, a él le habían puesto Geoffrey debido a su gran admiración por Geoffrey Chaucer.
Entre plato y plato, Geoff volvió al estudio de su padre y llamó a Kerry. Al notar que la abogada se alegraba de que le llamara, se ilusionó.
—Kerry, ¿podrás ir a ver a Skip mañana? Sé que su madre y Beth dejarán cualquier cosa que tengan con tal de estar allí contigo.
—Me gustaría, Geoff, pero no puedo. No quiero separarme de Robin ahora. Estaría con los nervios de punta incluso si la dejara en casa de Cassie. Se pasan todo el día fuera, y Cassie vive en una zona desprotegida.
Geoff no se dio cuenta de que tenía la solución al problema hasta que se oyó decir:
—Tengo una idea estupenda. Iré a recogeros a las dos. Robin puede quedarse en casa de mis padres mientras estemos fuera. Como mi hermana, su marido y sus hijos han venido de visita, los demás nietos también están aquí. Robin estará muy bien acompañada. Y por si eso no fuera suficiente, mi cuñado es capitán de la policía estatal de Massachusetts. De veras, aquí estará segura.