El doctor Smith llevó a Barbara Tompkins a Le Cirque, un restaurante muy elegante y caro del centro de Manhattan.
—Aunque a algunas mujeres les gustan los sitios pequeños y poco conocidos, sospecho que tú prefieres los restaurantes de campanillas, donde uno puede ver y ser visto —dijo a la hermosa joven.
La había ido a recoger a su piso y no le había pasado inadvertido el hecho de que Barbara estuviera preparada para salir inmediatamente. Tenía el abrigo en una silla del pequeño vestíbulo y el bolso encima de la mesa que había al lado. No le había invitado a un aperitivo.
«No quiere quedarse a solas conmigo», había pensado.
En el restaurante, al tener a tanta gente alrededor y al atento maître a su lado, Barbara se relajó visiblemente.
—Esto es muy diferente a Albany —dijo. Todavía me siento como si fuera una niña que cumpliera años todos los días.
El doctor se quedó atónito por un momento. Se parecía tanto a Suzanne. Ella se había comparado con una niña que tuviera siempre un árbol de Navidad lleno de regalos por abrir. Pero Suzanne había pasado de ser una niña encantada a ser una adulta desagradecida. «Con lo poco que le pedí —pensó—. ¿No se debía permitir al artista que disfrutara de su obra? ¿Por qué la obra ha de echarse a perder entre las impúdicas heces de la sociedad cuando el artista sufre porque ni siquiera puede verla?».
Entonces se fijó en que, aun estando en una habitación llena de mujeres elegantes y atractivas, Barbara seguía siendo el centro de atención. El doctor se sintió lleno de orgullo. Cuando se lo indicó, ella movió la cabeza levemente como si quisiera restarle importancia.
—Es cierto —insistió el doctor Smith. Entonces la miró fríamente—. No te lo tomes a broma, Suzanne. Me estarías insultando si lo hicieras.
Sólo más tarde, cuando acabaron la tranquila cena y la acompañó a casa, el doctor se preguntó si la había llamado Suzanne. Y si así era, ¿en cuántas ocasiones lo había hecho?
Soltó un suspiro y se recostó cerrando los ojos. Mientras el taxi avanzaba hacia el centro, el doctor pensó en lo fácil que le había sido pasar por delante de la casa de Suzanne cuando no había podido aguantar más y había tenido que ir a verla. Cuando no estaba jugando a golf, la encontraba siempre sentada delante del televisor. Nunca se preocupaba de correr las cortinas del ventanal de su salón.
Entonces se quedaba contemplándola acurrucada en su butaca favorita. En ciertas ocasiones, sin embargo, no le quedaba más remedio que verla sentada en el sofá al lado de Skip Reardon, tocándole el hombro, con las piernas estiradas sobre la mesilla, en la tranquila intimidad que él no podía disfrutar.
Barbara no estaba casada. Al parecer, no había nadie importante en su vida. Esa noche le había pedido que le llamara Charles. Pensó en la pulsera que llevaba Suzanne el día de su muerte. ¿Debería dársela a Barbara? ¿Se haría querer de esa manera?
A Suzanne le había regalado varias joyas. Joyas valiosas. Al cabo de un tiempo, sin embargo, ella había empezado a aceptar las joyas que le regalaban otros hombres y a pedirle que mintiera por ella.
El doctor sintió que la emoción que le había supuesto estar con Barbara empezaba a desvanecerse. Poco después oyó por segunda vez la impaciente voz del taxista: «Eh, señor, ¿está dormido? Ya hemos llegado».