Cuando Geoff Dorso llegó a casa el jueves por la noche, se acercó a la ventana y se quedó mirando el perfil de Nueva York. Durante todo el día había tratado de no pensar en su tono sarcástico al llamar a Kerry «su señoría», pero ahora, a solas después de la jornada de trabajo, tenía que enfrentarse a él.
«Me he pasado de listo —pensó—. Kerry ha tenido la amabilidad de leer la transcripción y de hablar con el doctor Smith y Dolly Bowles. Además, fue hasta Trenton para conocer a Skip. No tiene por qué arriesgarse a perder el puesto de juez, sobre todo si piensa honradamente que Skip no es inocente». No tenía derecho a hablarle de esa manera. Le debo una disculpa, aunque comprendería perfectamente que colgara el auricular al oír mi voz. Reconócelo —se dijo—. Estabas seguro de que cuanto más supiera sobre el caso de las rosas rojas, más fácil le sería creer en la inocencia de Skip. Abrigaste demasiadas esperanzas. Kerry tiene todo el derecho del mundo a estar de acuerdo con el jurado y con el tribunal de apelación. Ha sido una bajeza insinuar que es una interesada».
Se metió las manos en los bolsillos. «Hoy es 2 de noviembre. Dentro de tres semanas será el día de Acción de Gracias. Otro día de Acción de Gracias que Skip va a tener que pasar en la cárcel. Y a la señora Reardon la van a internar para hacerle otra angioplastia. Los diez años que lleva esperando a que llegue el milagro han repercutido en ella».
Al menos algo había sacado en limpio, se dijo. Tal vez Kerry no creyera en la inocencia de Skip, pero al menos le había proporcionado dos pistas que él podía investigar. La historia de Dolly Bowles acerca del «coche de papá», un Mercedes negro de cuatro puertas, era una de ellas; la otra era la extraña necesidad que tenía el doctor Smith de recrear la cara de Suzanne en otras mujeres. Ahora disponía de dos nuevos aspectos desde los que estudiar el caso, el cual se había convertido en una historia muy familiar.
El teléfono interrumpió sus pensamientos. Estuvo tentado de no contestar, pero los años que había pasado oyendo a su madre decirle en plan de broma: «¿Cómo es posible que no contestes al teléfono, Geoff? ¿Y si resulta que te ha tocado la lotería?», le llevaron a cogerlo.
Era Deidre Reardon, que le llamaba para decirle que había hablado con Skip y con Kerry McGrath.
—Deidre, ¿no le habrás dicho eso a Kerry? —preguntó él, sin tratar de ocultar cuánto le molestaba lo que había hecho.
—Sí, se lo he dicho. Y no me arrepiento —contestó la señora Reardon—. Geoff, lo único que mantiene vivo a Skip es la esperanza y esa mujer se la ha quitado de un plumazo.
—Deidre, gracias a Kerry ahora dispongo de nuevas pistas. Podrían ser muy importantes.
—Fue a ver a mi hijo, le ha mirado a la cara, le ha interrogado y ha llegado a la conclusión de que es un asesino —dijo la señora Reardon—. Lo siento, Geoff. Supongo que estoy cansada y que me he convertido en una vieja amargada. No me arrepiento de nada de lo que le he dicho a Kerry McGrath. —Colgó sin decir adiós.
Geoff respiró hondo y marcó el número de Kerry.
*****
En cuanto Kerry llegó a casa y la canguro se hubo ido, Robin miró a su madre con gesto severo.
—Tienes aspecto de estar muy cansada, mamá.
—Lo estoy, hija mía.
—¿Has tenido un mal día?
—Digamos que sí.
—¿Te está dando la tabarra el señor Green?
—Me la va a dar. Pero vamos a dejarlo. Prefiero olvidarme de ese asunto por ahora. ¿Qué tal te ha ido el día?
—Bien. Creo que le gusto a Andrew.
—¡No me digas! —Kerry sabía que Andrew era considerado el chico más guapo de su clase—. ¿Y cómo te has enterado de eso?
—Le ha dicho a Tommy que aun con la cara llena de cicatrices soy más guapa que la mayoría de las tontas de nuestra clase.
Kerry sonrió.
—Bueno, eso sí que es un piropo.
—¿Verdad que sí? ¿Qué vamos a cenar?
—He pasado por el supermercado. ¿Qué te parece una hamburguesa con queso?
—Perfecto.
—No, no lo es, pero qué se le va a hacer. Me temo que va a ser difícil que llegue a darte motivos para que presumas de lo buena cocinera que es tu madre, Rob.
El teléfono sonó en ese momento y Robin contestó. Era para ella. Le pasó el auricular a su madre y dijo:
—Espera unos segundos para colgar, ¿vale? Voy a cogerlo arriba. Es Cassie.
Cuando oyó el eufórico «Ya lo he cogido» de Robin, Kerry colgó el auricular, llevó el correo a la cocina, lo puso en la encimera y empezó a mirarlo. Un sencillo sobre blanco con su nombre y dirección en letras de molde le llamó la atención. Lo abrió, sacó una fotografía, la miró y se quedó de piedra.
En la foto se veía a Robin saliendo de casa. Tenía los brazos llenos de libros y estaba vestida con el pantalón azul oscuro que había llevado el martes, el día en que se había asustado al pensar que un coche la iba a atropellar.
Kerry sintió que se le secaba la boca. Se inclinó levemente, como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago. No le llegaba el aire. Apenas podía respirar. «¿Quién ha hecho esto? ¿Quién ha sido capaz de sacar una foto de Robin, asustarla con un coche y mandarme la fotografía por correo?», se preguntó con la cabeza hecha un verdadero lío.
Oyó a Robin bajando a saltos por las escaleras y se metió rápidamente la foto en el bolsillo.
—Mamá, Cassie me ha dicho que debería estar viendo Discovery Channel. Están poniendo un programa sobre lo que estamos estudiando en la clase de ciencias. Esto no cuenta como una hora normal de televisión, ¿verdad?
—No, claro que no. Enciende la tele.
El teléfono volvió a sonar en el momento en que Kerry se dejaba caer en una silla. Era Geoff Dorso. Le cortó cuando empezó a disculparse y dijo:
—Geoff, acabo de abrir el correo. —Tras contarle lo de la fotografía, añadió—: Robin decía la verdad —musitó—. Había alguien en el coche que la estaba mirando. Dios mío, imagínate que la obliga a meterse en el coche. Habría desaparecido, como les ocurrió a esos chicos del norte de Nueva York hace un par de años. ¡Oh, Dios mío!
Geoff advirtió el miedo y la desesperación en la voz de Kerry.
—Kerry, no digas nada más. No dejes a Robin que vea esa foto o que note que estás disgustada. Salgo ahora mismo. Estaré allí dentro de media hora.