El jueves por la mañana, Kate Carpenter llegó a la consulta a las nueve menos cuarto. El doctor no había aparecido todavía, pues no tenía operación alguna ese día y el primer paciente no llegaría hasta las diez.
La recepcionista estaba en su despacho con un gesto de preocupación en la cara.
—Kate, Barbara Tompkins quiere que la llames. Y ha dicho muy claramente que no quiere que el doctor Smith se entere de que ha llamado. Ha dicho que es muy importante.
—¿No habrá tenido alguna complicación por la cirugía? —preguntó Kate alarmada—. Hace ya un año de la operación.
—No ha comentado nada sobre eso. Le he dicho que llegarías pronto. Está en casa esperando a que la llames.
Sin quitarse el abrigo, Kate entró en el diminuto despacho que utilizaba el administrador, cerró la puerta y marcó el número de Barbara Tompkins.
La consternación de la enfermera fue aumentando a medida que Barbara le revelaba con la convicción más absoluta que el doctor Smith la estaba siguiendo de forma obsesiva.
—No sé qué hacer —dijo—. Le estoy sumamente agradecida al doctor. Usted ya lo sabe, señora Carpenter. Pero empiezo a sentir miedo.
—¿Ha hablado el doctor con usted?
—No.
—Entonces déjeme pensarlo y a hablar con algunas personas. Le pido por favor que no se lo comente a nadie. El doctor Smith tiene una reputación magnífica. Sería terrible que la perdiera.
—Jamás podré demostrar al doctor lo agradecida que le estoy por lo que ha hecho conmigo —dijo Barbara con voz queda—. Pero, por favor, llámeme pronto.