«Usted ha cambiado mi vida, doctor Smith…». Aquello era lo que Barbara Tompkins había dicho al cirujano antes de abandonar su consulta ese mismo día. Él sabía que era cierto. Había cambiado su aspecto y, al hacerlo, también había cambiado su vida. Gracias a él, aquella mujer corriente y de aspecto casi triste que aparentaba más años de los veintiséis que realmente tenía se había convertido en una joven belleza. En más que en una belleza en realidad. Ahora tenía carácter. Había dejado de ser la mujer insegura que había acudido a su consulta un año atrás.
En aquel entonces trabajaba en una pequeña compañía de relaciones públicas de Albany. «He visto lo que ha hecho a uno de nuestros clientes —había dicho cuando entró en su consulta el primer día—. Acabo de heredar algo de dinero de mi tía. ¿Puede conseguir que sea bonita?».
Había hecho más que eso. La había transformado. La había convertido en una mujer bella. Ahora Barbara estaba trabajando en Manhattan en una gran empresa de relaciones públicas de prestigio. Aunque siempre había sido una muchacha inteligente, el hecho de combinar la inteligencia con aquella clase especial de belleza había cambiado realmente su vida.
El doctor Smith atendió a su último paciente de ese día a las seis y media. Luego caminó por la Quinta Avenida y, después de tres manzanas, llegó a la cochera reformada de Washington Mews en la que vivía.
Cuando llegaba a casa, solía relajarse bebiendo un whisky con sifón y viendo las noticias de la tarde, luego decidía dónde ir a cenar. Vivía solo y casi nunca comía en casa.
Esa noche le embargó una inquietud poco habitual. De todas las mujeres, Barbara Tompkins era la que más se parecía a ella. El mero hecho de verla había sido una experiencia emocionante, casi catártica. La había oído hablar con la señora Carpenter y había acertado a oír que esa noche iba a cenar con un cliente en el Oak Room del hotel Plaza.
Se levantó casi a regañadientes. Lo que iba a suceder a continuación era inevitable. Iría al bar del Oak Room, miraría en el interior del restaurante e intentaría encontrar una mesa desde la que pudiera observar a Barbara mientras cenaba. Con un poco de suerte no se fijaría en él. Pero si lo hacía, si llegaba verlo, él se limitaría a saludar con la mano. No tenía por qué pensar que la estaba siguiendo.