«Parece noviembre», pensó Barbara Tompkins mientras recorría las diez manzanas que separaban su despacho de Madison Avenue del piso que tenía entre la calle Sesenta y seis y la Tercera Avenida. Debería haberse puesto una chaqueta más gruesa. Sin embargo, ¿qué importaban unos minutos de incomodidad cuando se sentía tan bien?
No pasaba un día en que no se alegrara del milagro que el doctor Smith había obrado en ella. Le parecía imposible que sólo dos años atrás hubiera estado atrapada en una empresa de relaciones públicas de Albany con un trabajo basura que consistía en conseguir que ciertos clientes de cosméticos de poca importancia fueran mencionados en revistas.
Nancy Pierce era una de las pocas dientas que le había caído bien. Nancy siempre hacía bromas sobre el hecho de sentirse el patito feo y de tener un enorme complejo de inferioridad por trabajar con unas modelos tan atractivas. Entonces se había marchado de vacaciones durante una larga temporada y había regresado con un aspecto verdaderamente envidiable. Con franqueza, e incluso con orgullo, le había dicho a todo el mundo que se había sometido a una operación de cirugía estética.
—Escucha —había dicho—, mi hermana tiene la cara de Miss América, pero siempre está luchando con su peso. Suele decir que en su interior hay una muchacha delgadita tratando de salir al exterior. Yo, en cambio, siempre me he dicho a mí misma que en mi interior hay una muchacha preciosa tratando de salir al exterior. Mi hermana ha ido a Golden Door y yo he acudido al doctor Smith.
Viendo su nuevo aspecto, observando la seguridad y la tranquilidad con que había empezado a comportarse, Barbara se había prometido a sí misma: «Si consigo el dinero, yo también iré a ver a ese doctor». Entonces, su querida abuela Betty había entregado el alma al Señor y le había dejado a Barbara treinta y cinco mil dólares de herencia con la condición de que cambiara de estilo de vida y se lo pasara en grande.
Barbara se acordaba de su primera cita con el doctor Smith. El cirujano había entrado en la consulta y le había lanzado una mirada fría, casi temible. Ella estaba sentada en el borde de la mesa de reconocimiento.
—¿Qué quiere? —había preguntado bruscamente.
—Quiero saber si puede hacerme bella —había dicho ella sin mucha confianza. Entonces, haciendo acopio de valor, había añadido—: Muy bella.
Sin decir una palabra, el doctor Smith se había puesto delante de ella, y tras encender la lámpara, le había cogido por el mentón, había pasado los dedos por el contorno de su cara, le había palpado los pómulos y la frente y la había examinado durante varios minutos.
Entonces había dado un paso atrás y le había preguntado:
—¿Por qué?
Ella le había contado la historia de la hermosa mujer que trataba de romper el cascarón y salir al exterior. Entonces, tras decirle que sabía que no debería darle tanta importancia, Barbara había exclamado:
—Pero sí se la doy.
Inesperadamente, él había sonreído, una sonrisa escueta, sin alegría, pero sincera pese a todo.
—Si no le diera importancia, ni me molestaría en atenderla —había dicho.
El tratamiento al que le había sometido había sido increíblemente complicado. Las operaciones le habían proporcionado un nuevo mentón y le habían reducido las orejas. Además, al borrarle las ojeras y disminuirle el tamaño de los párpados, le había aumentado el volumen y la luminosidad de los ojos. Gracias a la cirugía, sus labios eran más voluminosos y provocativos, y las cicatrices que tenía en los pómulos a causa del acné habían desaparecido. Por añadidura, ahora tenía la nariz más estrecha y las cejas más altas. Barbara se había sometido incluso a un tratamiento para remodelar su cuerpo.
Entonces el doctor le había dicho que fuera a un salón de belleza para que le cambiaran el color canela pardo de su pelo por un castaño oscuro, tono que hacía resaltar la palidez que había adquirido su cara gracias a un peeling con ácidos. Un experto en belleza le había introducido en los misterios del maquillaje.
Finalmente, el doctor le había dicho que invirtiera en ropa el resto del dinero que le había caído del cielo, y le había mandado en compañía de un especialista a los talleres de los diseñadores de moda de la Séptima Avenida. Gracias al consejo de ese profesional, tenía el primer vestuario de corte moderno de su vida.
El doctor Smith también le había instado a que se trasladara a Nueva York y buscara un piso. Incluso se había interesado personalmente en todo ello examinando el piso que había encontrado. En último lugar le había dicho que volviera por su consulta una vez cada tres meses para un reconocimiento.
El año que había pasado desde que se había mudado a Manhattan y había empezado a trabajar en Price y Vellone había sido vertiginoso. Vertiginoso pero emocionante. Barbara se lo estaba pasando de maravilla.
Sin embargo, en el momento en que dejaba atrás la manzana que había antes de su casa, miró con inquietud por encima del hombro. La noche anterior había cenado con unos clientes en el hotel Mark. Cuando se disponían a salir, había visto al doctor Smith sentado a solas en una pequeña mesa situada no muy lejos de la puerta.
La semana anterior le había visto por un instante en el Oak Room del Plaza.
No le había dado importancia aquella vez, pero la noche del mes anterior en que había quedado con unos clientes en el Four Seasons, había tenido la impresión de que alguien la miraba desde un coche estacionado en la acera de enfrente en el momento en que ella llamaba a un taxi.
Barbara sintió una oleada de alivio cuando el portero la saludó y le abrió la puerta. Entonces volvió a mirar por encima del hombro.
En medio del tráfico, justo delante del edificio, había un Mercedes negro. La identidad del conductor era evidente, pese a que había vuelto la cara parcialmente, como si estuviera mirando al otro lado de la calle.
Se trataba del doctor Smith.
—¿Puedo ayudarle en algo, señorita Tompkins? —preguntó el portero—. Parece como si no se sintiera del todo bien.
—No, gracias. Me encuentro bien. —Barbara entró rápidamente en el vestíbulo. Mientras esperaba el ascensor, pensó: «Me está siguiendo, pero ¿qué puedo hacer?».