Deidre Reardon había percibido el tono de desánimo con que le había contestado su hijo cuando había hablado con él el domingo y el martes, por ello había decidido hacer el miércoles el largo viaje hasta la cárcel de Trenton, que significaba tener que coger primero un autobús, luego un tren y finalmente otro autobús.
Deidre Reardon era una mujer menuda cuyo aspecto reflejaba exactamente los setenta años que tenía. Su hijo había heredado de ella el tono rojo eléctrico de su pelo, los cálidos ojos azules y la tez celta. Su pequeño cuerpo denotaba fragilidad y sus andares habían perdido gran parte de su brío. Su delicada salud le había obligado a dejar su trabajo de dependienta en A amp; S, y ahora complementaba el subsidio de la seguridad social con lo que ganaba haciendo trabajos de oficina en la parroquia.
Del dinero que había ahorrado durante los años en que Skip había prosperado y se había mostrado generoso con ella ya no le quedaba nada. La mayor parte se lo había gastado en las costas de las infructuosas apelaciones que habían presentado.
Llegó a la cárcel a media tarde. Como era día laborable, sólo podían hablar por teléfono y separados por una ventana. Desde el momento en que Skip entró en la sala y vio la cara que tenía, Deidre comprendió que había sucedido precisamente lo que se temía. Skip había perdido la esperanza.
Normalmente, cuando su hijo se sentía desanimado, ella intentaba entretenerle contándole cotilleos sobre el vecindario y la parroquia, la clase de noticias con que disfrutaría una persona que estuviese lejos de casa pero esperara regresar pronto y quisiera que la mantuviesen informada sobre lo que estuviese ocurriendo en el barrio.
Deidre sabía que ese día los chismorreos no servirían de nada.
—Skip, ¿qué sucede? —preguntó.
—Mamá, Geoff me llamó anoche. La fiscal que vino a verme no va a seguir investigando el caso. Digamos que se ha lavado las manos. Pedí a Geoff que me hablara con franqueza y que no tratara de embaucarme.
—¿Cómo se llama esa abogada, Skip? —preguntó Deidre tratando de mantener un tono natural. Conocía a su hijo lo suficientemente bien como para no perder el tiempo con tópicos.
—McGrath. Kerry McGrath. Por lo visto, la van a designar para un puesto de juez dentro de poco. Con la suerte que tengo, la pondrán en el tribunal de apelación, de forma que si Geoff encuentra algún motivo para presentar un nuevo recurso, ella se ocupará de echarlo por tierra.
—¿No tienen los jueces que esperar mucho tiempo para llegar al tribunal de apelación?
—¿Y qué importa eso? Lo único que nos queda es tiempo, ¿no es así, mamá? —Entonces le dijo que se había negado a hablar con Beth ese día—. Mamá, Beth tiene que seguir adelante con su vida. Jamás conseguirá hacerlo si sigue preocupándose por mí.
—Skip, Beth te quiere.
—Que quiera a otra persona. Yo ya lo hice, ¿no es así?
—Oh, Skip. —Deidre notó la falta de aire que siempre sufría antes de sentir un taladrante dolor en el pecho y de que se le paralizara el brazo. El doctor le había advertido que tendría que someterse a otra operación de bypass si la angioplastia que le iban a practicar la semana siguiente no surtía efecto. Todavía no le había dicho nada a Skip al respecto. Y ahora tampoco lo iba a hacer.
Deidre contuvo las lágrimas cuando vio la expresión de dolor que su hijo tenía en la mirada. Siempre había sido un buen chico. Jamás le había causado problemas de pequeño. Ni siquiera en la cuna, cuando estaba cansado, se había portado mal. Una de las historias que más le gustaba contar sobre él era la de cuando había salido a gatas del salón del piso, había llegado al dormitorio, y tras hacerse con su manta tirando de ella por entre los barrotes de la cuna y abrigarse, se había echado a dormir debajo de la cuna.
Ella le había dejado sólo en el salón mientras preparaba la cena, y al no encontrarlo, había recorrido apresuradamente todo el pequeño piso, llamándolo y temiendo que hubiese salido de la casa y se hubiese perdido. Deidre tenía ahora la misma sensación. Aunque de forma diferente, Skip se estaba perdiendo.
Involuntariamente, levantó una mano y tocó el cristal. Quería abrazarle, a él, al buen hombre que era su hijo. Quería decirle que no se preocupara, que todo iba a salir bien, tal como lo había hecho años atrás, cuando se había sentido dolido. Ahora sabía lo que tenía que decirle.
—Skip, no quiero oírte hablar de esa manera. No puedes decidir que Beth deje de quererte. Ella te quiere, y basta. Y te digo una cosa: voy a hablar con esa tal Kerry McGrath. Sus razones debió de tener para verte cuando lo hizo. Los fiscales no visitan a los condenados porque sí. Voy a averiguar por qué se interesó por tu caso y por qué ha decidido ahora dejarte en la estacada. Pero tienes que cooperar; no quiero oírte hablar de ese modo otra vez.
El tiempo de visita llegó a su fin demasiado rápido. Deidre logró contener las lágrimas hasta que el guarda dejó salir a Skip, tras lo cual se frotó los ojos con furia. Con gesto de determinación, se levantó, esperó a que se le pasara el dolor del pecho y salió de la sala con paso enérgico.