Kerry acababa de llegar a su despacho la mañana del miércoles cuando su secretaria le dijo que Frank Green quería verla.
El fiscal no se anduvo por las ramas.
—¿Qué ha sucedido, Kerry? Me han dicho que el gobernador ha aplazado la presentación de candidaturas para los puestos de juez que han quedado vacantes. Si no he entendido mal, tenía algún problema con la inclusión de la tuya. ¿Ocurre algo? ¿Hay algo que pueda hacer por ti?
«Pues, sí, de hecho, sí que hay algo que puedes hacer por mí, Frank —pensó Kerry—. Puedes decir al gobernador que das tu visto bueno a cualquier investigación encaminada a descubrir un grave error judicial, incluso si ello acaba poniéndote en un aprieto. Entonces serías lo que se considera una persona íntegra».
En lugar de decir esto, Kerry contestó:
—Oh, estoy segura de que no tardará en presentar las candidaturas.
—¿No habrás tenido algún problema con el senador Hoover?
—Es uno de mis mejores amigos.
Cuando dio media vuelta para irse, el fiscal le dijo:
Kerry, es un asco estar colgando de un hilo a la espera de que a uno le designen para alguno de esos puestos. Ya sabes que yo también estoy pendiente de que mi candidatura salga adelante. Es una pesadilla pensar que por culpa de cualquier asunto todo pueda irse al garete.
Kerry hizo un gesto de asentimiento y se despidió de él.
Cuando volvió a su despacho, tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para concentrarse en el horario de juicios. El jurado de la acusación acababa de procesar a un sospechoso en un atraco frustrado a una gasolinera. Los cargos eran intento de asesinato y robo a mano armada. El encargado había recibido un disparo y se encontraba todavía en cuidados intensivos. Si no lograba sobrevivir, el cargo sería de asesinato.
El día anterior el tribunal de apelación había anulado el veredicto de culpabilidad de una mujer condenada por homicidio sin premeditación. Este había sido otro caso sonado, si bien el hecho de que el tribunal de apelación hubiera decidido que la defensa se había mostrado incompetente no afectaba de forma negativa a la labor del fiscal.
«Habían pensado que Robin sujetaría la Biblia que iba a emplear para jurar el cargo. Jonathan y Grace habían insistido en comprarle las togas, un par para el trabajo diario y una especial para las ceremonias. Margaret no dejaba de recordarle que, como era su mejor amiga, tenía que dejarle sostener la toga que iba a llevar ese día y ayudarle a ponérsela. “Yo, Kerry McGrath, juro solemnemente que…”».
Con los ojos anegados en lágrimas, recordó el tono de impaciencia con que le había hablado Jonathan. «Kerry, cinco tribunales de apelación han declarado culpable a Reardon. ¿Qué te propones?». Tenía razón. Esa misma mañana le llamaría y le diría que había dejado el asunto.
Entonces advirtió que alguien había llamado a la puerta varias veces. Apresuradamente, se pasó la mano por los ojos y dijo:
—Pase.
Era Joe Palumbo.
—Eres una señora sumamente perspicaz, Kerry.
—Yo no estaría tan segura de eso. ¿Qué ocurre?
—Me dijiste que te preguntabas si el doctor Smith había operado a su hija.
—Sí, pero también dije que él prácticamente lo negó.
—Ya lo sé, y también me pediste que investigara el pasado de Suzanne. Pues bien, presta atención.
Con ademán triunfal, Joe puso un magnetófono sobre el escritorio.
—Aquí está la mayor parte de la conversación que he mantenido con el señor Wayne Stevens, padrastro de Suzanne Reardon. —Apretó el botón.
Mientras escuchaba la grabación, Kerry se sintió embargada por una nueva oleada de confusión y emociones contrapuestas. «Smith es un mentiroso», pensó al recordar la indignación que había mostrado el doctor cuando ella le había insinuado que había operado a su hija—. Es un mentiroso y un buen actor».
Cuando la grabación llegó a su fin, el investigador sonrió ilusionado.
—¿Y ahora qué, Kerry?
—No lo sé —dijo ella lentamente.
—¿Que no lo sabes? El doctor Smith está mintiendo.
—Todavía no lo sabemos. Será mejor que esperemos a que lleguen las fotografías de Stevens, no vayamos a hacernos demasiadas ilusiones. Muchos adolescentes cambian inesperadamente de aspecto tras un buen corte de pelo y una visita a un salón de belleza.
Palumbo le lanzó una mirada de incredulidad.
—Sí, claro… Y las ranas tienen pelo.