Geoff Dorso llamó al timbre a las siete y media en punto y una vez más fue Robin quien le abrió la puerta. Todavía llevaba puesto el disfraz de bruja y el maquillaje. Tenía las cejas negras de carbón; una gruesa capa de polvo blanco le cubría la piel excepto en los lugares del mentón y las mejillas donde se había cortado; una peluca de pelo negro y enmarañado le caía por encima de los hombros.
Geoff dio un respingo.
—Me has asustado.
—Qué bien —dijo Robin animadamente—. Gracias por venir a la hora. Me han invitado a una fiesta y va a empezar ahora mismo. Dan un premio al mejor disfraz, así que me tengo que ir.
—Vas a ganar, seguro —dijo Geoff mientras pasaba al vestíbulo. Entonces aspiró por la nariz—. Qué bien huele…
—Mamá está preparando pan con ajo —explicó Robin. Entonces gritó—: Mamá, ha llegado el señor Dorso.
La cocina estaba en la parte de atrás de la casa. Geoff sonrió cuando la puerta se abrió y apareció Kerry secándose las manos con una toalla. Llevaba unos pantalones verdes y un jersey de cuello de cisne del mismo color. Geoff no pudo evitar advertir que la luz del techo hacía resaltar los mechones rubios de su pelo y las pecas que le cubrían la nariz.
«Parece como si tuviera veintitrés años», pensó.
Entonces observó que la calidez de su sonrisa no ocultaba la preocupación que se asomaba a sus ojos.
—¿Qué tal, Geoff? Entra y ponte cómodo. Tengo que llevar a Robin a una fiesta.
—¿Por qué no me dejas que lo haga yo? —se ofreció él—. Todavía no me he quitado la chaqueta.
—Sí, ¿por qué no? —dijo Kerry lentamente, como si estuviera considerando la situación—. Pero acompáñala hasta dentro de la casa, ¿vale? No la dejes en la calle.
—Mamá —se quejó Robin—, ya no tengo miedo, de veras.
—Yo sí que lo tengo.
«Pero ¿qué ocurre aquí?», se preguntó Geoff.
—Kerry, todas mis hermanas son menores que yo. Hasta que fueron a la universidad, las acompañé y las fui a recoger a todos los sitios, y te aseguro que no dejé ni una sola vez de acompañarlas hasta dentro del lugar a donde fueran. Coge tu escoba, Robin. Supongo que tendrás una, ¿no?
Mientras caminaban por la silenciosa calle, Robin le dijo que un coche la había asustado.
—Mamá se comporta como si estuviera tranquila, pero yo sé que está como un flan —dijo en confianza—. Se preocupa demasiado por mí. Casi me arrepiento de habérselo dicho.
Geoff se paró en seco y la miró fijamente.
—Robin, escúchame. Cuando ocurre algo como lo de esta mañana, lo peor que puedes hacer es no decírselo a tu madre. Prométeme que no cometerás ese error.
—No quiero. Ya se lo he prometido a mamá —una sonrisa maliciosa se dibujó en sus pintadísimos labios—. Siempre mantengo las promesas, excepto cuando se trata de levantarse por la mañana. No soporto madrugar.
—Yo tampoco —le aseguró Geoff con vehemencia.
Cinco minutos más tarde, mientras observaba cómo Kerry preparaba la ensalada sentado en un taburete en la cocina, Geoff decidió lanzar un ataque directo.
—Robin me ha contado lo de esta mañana —dijo—. ¿Hay motivos para preocuparse?
Kerry estaba cortando en una ensaladera unas hojas de lechuga recién lavadas.
—Uno de nuestros investigadores, Joe Palumbo, ha hablado con Robin esta tarde. Está preocupado. Me ha dicho que ver un coche que da de repente un giro de ciento ochenta grados a pocos metros de donde está uno es como para asustar a cualquiera. Sin embargo, Robin le ha dado tal cantidad de detalles sobre lo de la ventanilla y el objeto con que le han apuntado que Joe ha llegado a la conclusión de que es posible que alguien le haya sacado una foto.
Geoff advirtió que a Kerry le temblaba la voz.
—Pero ¿por qué?
—No lo sé. Frank Green piensa que tal vez esté relacionado con el caso que acabo de ganar. No estoy de acuerdo con él. ¿Te imaginas cómo me sentiría si me enterara de que un chiflado ha visto a Robin por ahí y se ha obsesionado con ella? Es otra posibilidad, ¿no te parece? —Empezó a cortar la lechuga con furia—. La cuestión es: ¿qué puedo hacer ahora? ¿Cómo voy a protegerla?
—No debe de ser nada fácil cargar sola con esa preocupación —murmuró Geoff.
—¿Lo dices porque estoy divorciada? ¿Porque no hay un hombre que se ocupe de ella? Ya has visto cómo tiene la cara. Le ocurrió cuando estaba con su padre. No se había abrochado el cinturón de seguridad, y él es de la clase de conductores que pisan a fondo el acelerador y luego dan un frenazo sin avisar. No sé si el problema se debe a que los hombres son así o a que a Bob Kinellen le gusta el riesgo, pero, sea como sea, el hecho es que Robin y yo estamos mejor solas.
Tras cortar la última hoja de lechuga, puso cara de arrepentimiento y dijo:
—Lo siento. Me temo que has elegido la noche equivocada para comer pasta en esta casa, Geoff. Hoy no soy una buena compañía. Pero, bueno, ¿qué más da? Lo que importa son mis conversaciones con el doctor Smith y Dolly Bowles.
Mientras comían la ensalada y el pan con ajo, le habló de su encuentro con el doctor Smith.
—Odia a Skip Reardon —dijo—. Aunque se trata de una clase de odio diferente. —Al ver la cara de perplejidad de Geoff, añadió—: Me refiero a que, normalmente, cuando hablo con los familiares de una víctima, la mayoría desprecia al asesino y quiere que reciba su castigo. Sienten una mezcla tan fuerte de ira y dolor que lo que quieren es desahogarse. Los padres suelen enseñarte alguna fotografía de cuando su hija era pequeña o de cuando se licenció, luego te describen la clase de chica que era y te cuentan que ganó un concurso cuando estaba en el instituto. Entonces se vienen abajo y se echan a llorar de tristeza; uno de ellos, el padre por lo general, te pide que le dejes estar cinco minutos a solas con el asesino o te dice que le gustaría ser él quien apriete el interruptor de la silla eléctrica. El doctor Smith, sin embargo, no es así. El sólo siente odio.
—¿Y qué deduces de todo ello? —preguntó Geoff.
—Que sólo hay dos posibilidades: por una parte, que Skip Reardon sea un asesino y un mentiroso y, por otra, que habría que averiguar si la intensa animadversión que Smith siente hacia él es anterior a la muerte de Suzanne. Como parte de esta última posibilidad, hemos de saber con exactitud la clase de relación que tenían el doctor y Suzanne. No hay que olvidar que, según su propio testimonio, desde que se separaron, cuando ella era todavía una niña, no la había vuelto a ver hasta que Suzanne tuvo cerca de veinte años. De repente, un día apareció en su despacho y se presentó. Por las fotografías que hay de ella se puede ver que era una mujer realmente atractiva. —Se levantó—. Piensa en ello mientras preparo la pasta. Luego te cuento lo de Dolly Bowles y «el coche de papá».
Geoff casi ni se dio cuenta de lo deliciosos que estaban los linguini con salsa de almejas mientras escuchaba lo que Kerry había averiguado durante su conversación con Dolly Bowles.
—El caso es que, por lo que dice Dolly Bowles, tanto nosotros, la fiscalía, como vosotros, la defensa, descartamos incluso la posibilidad de que el pequeño Michael pudiera ser un testigo digno de confianza.
—Fue Tim Farrell quien habló con Dolly Bowles —dijo Geoff—. Si no recuerdo mal, hizo alusión a un niño de cinco años con problemas de aprendizaje que había visto un coche, pero ni siquiera le presté atención.
—Hace ya mucho tiempo de eso —dijo Kerry—. De todos modos, Joe Palumbo, el investigador que ha hablado con Robin, me ha traído esta tarde el expediente Reardon. Voy a echarle un vistazo a ver qué nombres aparecen… Tal vez encuentre los de los hombres con que Suzanne pudo llegar a coquetear. Si consultamos el registro del automóvil, no debería ser muy difícil averiguar si alguno de ellos tuvo un Mercedes sedán negro hace once años. Siempre cabe la posibilidad, claro está, de que el coche constara a nombre de otra persona, o incluso de que fuera un coche alquilado, en cuyo caso no llegaríamos a ninguna parte.
Miró el reloj que había encima del horno.
—Tiempo de sobra —dijo.
Geoff sabía que se refería a la hora a la que había que ir a recoger a Robin.
—¿A qué hora acaba la fiesta?
—A las nueve. No es habitual que se celebren fiestas los días laborables, aunque, claro, Todos los Santos es la noche especial de los niños, ¿verdad? ¿Cómo quieres el café?, ¿exprés o normal? Hace tiempo que tengo pensado comprarme una cafetera para hacer capuchinos, pero nunca encuentro el momento de hacerlo.
—Normal, gracias. Mientras lo tomamos, te voy a contar lo de Skip Reardon y Beth Taylor.
Cuando el abogado le hubo puesto en antecedentes sobre la relación de Beth y Skip, Kerry dijo lentamente:
—Puedo comprender por qué Tim Farrell tuvo miedo de llamar a declarar a Beth. De todas formas, si es cierto que Skip Reardon estaba enamorado de ella cuando ocurrió el asesinato, el testimonio del doctor Smith pierde algo de credibilidad.
—En efecto. La reacción que tuvo Skip cuando vio que Suzanne estaba poniendo en un jarrón las flores que le había enviado otro hombre se puede resumir en cuatro palabras: «Vete con viento fresco».
El teléfono de la pared sonó en ese momento. Geoff miró su reloj.
—Has dicho antes que la fiesta acababa a las nueve, ¿verdad? Me voy a recoger a Robin mientras tú contestas al teléfono.
—Gracias. —Kerry descolgó el auricular—. ¿Dígame?
Tras oír la contestación, dijo cariñosamente:
—Oh, Jonathan, iba a llamarte…
Geoff se levantó y, tras hacer un gesto de despedida con la mano, salió al vestíbulo y cogió la chaqueta del armario.
Mientras volvían a casa, Robin le dijo que se lo había pasado muy bien a pesar de que no había ganado el primer premio con su disfraz.
—Lo ha ganado la prima de Cassie. Llevaba un disfraz de esqueleto de lo más tonto, pero su madre le había cosido unos huesos de pollo por todos los lados. Supongo que eso es lo que tenía de especial. Bueno, gracias por venir a buscarme, señor Dorso.
—A veces se gana, a veces se pierde, Robin. Oye, ¿por qué no me llamas Geoff?
En cuanto Kerry les abrió la puerta, Geoff advirtió que algo malo sucedía. Era evidente que Kerry estaba haciendo un esfuerzo por sonreír y mantenerse atenta mientras escuchaba la entusiástica descripción que le hacía su hija de la fiesta.
Al final Kerry dijo:
—Muy bien, Robin. Son más de las nueve y me has prometido que…
—Vale, vale. A la cama, y sin remolonear. —Robin le dio un beso a su madre rápidamente—. Te quiero, mamá. Buenas noches, Geoff. —La niña subió por las escaleras a saltos.
El abogado vio que a Kerry le temblaba la boca. Le cogió del brazo, la llevó a la cocina y cerró la puerta.
—¿Qué sucede?
Kerry intentó que no le fallara la voz.
—El gobernador iba a presentar mañana tres candidaturas al senado para la designación de dos nuevos jueces. Una de ellas era la mía. Jonathan le ha pedido al gobernador que aplace la presentación por mí.
—¡El senador Hoover te ha hecho eso! —exclamó Geoff—. Creía haber entendido que era como tu segundo padre. —Entonces la miró fijamente—. Espera un momento, ¿no tendrá esto algo que ver con la participación de Frank Green en el caso Reardon?
No necesitaba que le diera ninguna respuesta para saber que estaba en lo cierto.
—Kerry, eso es una mala pasada. No sabes cómo lo siento… De todas formas, has dicho que iba a aplazar la presentación, no que iba a retirar tu candidatura.
—Jonathan sería incapaz de retirar mi candidatura. Lo sé. —La voz de Kerry era ahora más firme—. Pero también sé que no puedo esperar que me vaya a defender a capa y espada. Le dije que hoy he ido a ver a Dolly Bowles y al doctor Smith.
—¿Y cómo reaccionó?
—No le ha hecho mucha gracia. Jonathan piensa que, si reanudo la investigación del caso, voy a poner innecesariamente en tela de juicio tanto la capacidad como la credibilidad de Frank Green y se me va a criticar por malgastar el dinero de los contribuyentes en un caso que quedó resuelto hace diez años. Luego me recordó que han sido cinco los tribunales de apelación que han confirmado la culpabilidad de Reardon.
Kerry movió la cabeza como si quisiera aclarar sus ideas. Entonces volvió la cara para evitar la mirada de Geoff.
—Siento haberte hecho perder el tiempo, Geoff, pero me temo que Jonathan tiene razón. El asesino está en la cárcel, condenado por un jurado, y los tribunales han coincidido en la confirmación de la condena. ¿Por qué he de pensar que sé algo que ellos ignoran? —Entonces se volvió nuevamente hacia él—. El asesino está en la cárcel. Voy a tener que dejar este asunto —dijo armándose de todo el valor que pudo.
Geoff endureció el gesto, lleno de frustración e ira contenida.
—Muy bien. Adiós, señoría —dijo—. Gracias por la pasta.