Jonathan Hoover no estaba saboreando su Martini esa noche. Normalmente disfrutaba de esa hora del día, bebiendo poco a poco su ginebra, con tres gotas exactas de vermut y dos aceitunas, sentado en su butaca orejera y conversando con Grace sobre lo que había ocurrido durante la jornada.
Esa noche, por si sus propias preocupaciones no fueran suficientes, advirtió que Grace estaba inquieta por algo. Sabía que si le había aumentado el dolor, no se lo iba a decir. Nunca hablaban sobre su salud. Hacía tiempo que sabía que no tenía que hacerle más que la pregunta de rigor: «¿Cómo te encuentras, querida?».
La respuesta era, inevitablemente, «Muy bien».
El creciente reumatismo que atenazaba su cuerpo no impedía a Grace vestirse con la elegancia que la caracterizaba. Últimamente solía llevar prendas con mangas largas y amplias para tapar sus hinchadas muñecas. Por la noche, incluso cuando estaban solos, se ponía túnicas de fiesta con las que ocultaba la progresiva deformación que estaba sufriendo en los pies y piernas.
Tal como estaba sentada, reclinada sobre el sofá, la curvatura de su columna no era perceptible, y sus luminosos ojos grises se destacaban con toda su belleza sobre el blanco alabastro de su tez. Sólo las manos, con los nudosos y torcidos dedos, mostraban el terrible efecto de la devastadora enfermedad.
Como Grace se quedaba en la cama hasta media mañana y Jonathan se levantaba temprano, el atardecer era el momento que dedicaban a la charla y las visitas. Grace sonrió con una mezcla de ironía y melancolía.
Tengo la impresión de que me estoy mirando en un espejo, Jon. Tú también estás preocupado por algo. Como seguro que se trata de lo mismo que te inquietaba antes, déjame que hable yo primero. He hablado con Kerry.
Jonathan arqueó las cejas.
—¿Y?
—Me temo que no está dispuesta a dejar el caso Reardon.
—¿Qué te ha dicho?
—El problema es lo que no me ha dicho. Me ha contestado con evasivas. Después de escucharme, me ha asegurado que tiene motivos para creer que el testimonio del doctor Smith fue falso. Aunque ha reconocido que no tiene pruebas que le hagan creer que Reardon no fue el asesino, me ha dicho que cree tener la obligación de investigar la posibilidad de que hubiera un error judicial.
Jonathan se puso rojo como la grana de irritación.
—Grace, el sentido de la justicia que tiene Kerry raya a veces en lo ridículo. Anoche conseguí persuadir al gobernador de que no presentara todavía al senado las candidaturas para los puestos de juez.
—¡Jonathan!
Era lo único que podía hacer, a no ser que le pidiese que no aceptara la candidatura de Kerry por el momento. No me quedaba otra alternativa. Grace, Prescott Marshall ha sido un gobernador magnífico. Lo sabes perfectamente. Trabajando con él, he conseguido que el senado apruebe leyes para llevar a cabo una serie de reformas que eran necesarias, que revise el sistema de impuestos, que atraiga empresas al estado, que cambie la seguridad social de forma que los más necesitados no se vean desprotegidos al tiempo que se investiga el fraude… Quiero que Marshall vuelva a ser gobernador dentro de cuatro años. Frank Green no es santo de mi devoción, pero como gobernador será un buen suplente y no echará a perder todo lo que Marshall y yo hemos logrado. Si Green fracasa y se nos cuela la oposición, todo lo que hemos logrado no habrá valido para nada.
De pronto, la expresión de vehemencia que había puesto al enfadarse desapareció de su rostro. A Grace le dio la impresión de que estaba muy cansado y que su aspecto reflejaba exactamente los sesenta y dos años que tenía.
—He invitado a Kerry y Robin a cenar el domingo —dijo Grace—. Así podrás intentar de nuevo hacerla entrar en razón. No creo que haya que sacrificar el futuro de nadie por culpa de Reardon.
—Voy a llamarla esta misma noche —dijo Jonathan.