—Bueno, ya hemos elegido a nuestro jurado y creo que no está nada mal —dijo Bob Kinellen a su cliente con una sinceridad que no sentía.
Jimmy Weeks le miró desabridamente.
—Bob, creo que, si exceptuamos a unos pocos miembros, este jurado da asco.
—Ten confianza en mí.
Anthony Bartlett salió en apoyo de su yerno.
—Bob tiene razón, Jimmy. Ten confianza en él. —Entonces Bartlett desvió la mirada hacia el lado de la mesa de la defensa que tenía enfrente. Allí estaba Barney Haskell, con la cabeza apoyada en las manos con gesto malhumorado. Vio que Bob también estaba mirando a Haskell y se imaginó lo que estaría pensando:
«Haskell es diabético. No se va arriesgar a que le echen varios años de cárcel. Nos va a resultar muy complicado rebatir el conjunto de hechos, fechas y cifras que tiene… Sabe todo lo de Suzanne».
Los alegatos preliminares se llevarían a cabo a la mañana siguiente. Cuando salió de los juzgados, Jimmy Weeks fue directamente a su coche. El conductor le abrió la puerta y él se sentó atrás soltando su habitual gruñido de despedida.
Kinellen y Bartlett se quedaron mirando cómo se alejaba el coche.
—Me voy al despacho —dijo Kinellen a su suegro—. Tengo trabajo que hacer.
Bartlett hizo un gesto de asentimiento.
—Y que lo digas. —Su tono de voz era inexpresivo—. Hasta mañana, Bob.
«O hasta nunca —pensó Kinellen mientras se dirigía al aparcamiento—. Te estás distanciando de mí para que no te salpique nada si yo acabo ensuciándome».
Sabía que Bartlett había ahorrado millones de dólares. Incluso si declaraban culpable a Weeks y el bufete se iba a pique, él saldría adelante. Seguramente así tendría la oportunidad de pasar más tiempo en Palm Beach con Alice, su esposa.
«Soy yo quien está asumiendo todos los riesgos —pensó mientras le entregaba el recibo al cajero—. Soy yo quien corre el peligro de acabar mal». ¿Qué motivo había tenido Weeks para insistir en que se quedara la señora Wagner en el jurado?