Cuando hubo cerrado la puerta y empezó a bajar por los escalones, Robin se fijó en que había un pequeño coche negro aparcado en la acera de enfrente. Aunque era extraño ver un coche desconocido en esa calle, sobre todo a una hora tan temprana, lo que Robin sintió no fue extrañeza, sino verdadera inquietud.
Hacía frío. Se pasó los libros al brazo izquierdo, y tras subirse la cremallera de la chaqueta hasta el cuello, aceleró el paso. Había quedado con Cassie y Courtney en la esquina de la siguiente manzana. Probablemente ya estarían esperándola. Había salido de casa un par de minutos tarde.
La calle estaba tranquila. Habían caído prácticamente todas las hojas y los árboles tenían un aspecto desnudo y poco amistoso. Robin se arrepintió de no haber cogido los guantes.
Cuando llegó a la acera, miró al otro lado de la calle. La ventanilla del conductor del coche desconocido estaba descendiendo lentamente. Entonces se detuvo, dejando una abertura de sólo unos centímetros. Robin aguzó la vista cuanto pudo, con la esperanza de ver una cara conocida, pero el radiante sol de la mañana lanzaba tales reflejos que no pudo distinguir nada. Entonces vio que aparecía un brazo con algo en la mano que apuntaba en su dirección. Presa del pánico, echó a correr. Con un rugido de motores, el coche se lanzó a través de la calle, como si se dirigiera precisamente hacia ella. En el mismo momento en que Robin pensaba que iba a subir a la acera y atropellarla, el automóvil dio un giro de ciento ochenta grados y aceleró calle abajo.
Sollozando, atravesó el jardín de sus vecinos y llamó al timbre frenéticamente.