Avanzada la tarde, Geoff Dorso recibió una llamada de su secretaria por el interfono.
La señorita Taylor te está esperando —anunció—. Le he dicho que seguramente no podrías verla sin concertar antes una cita, pero dice que sólo te entretendrá unos minutos y que se trata de algo importante.
Si Beth Taylor aparecía en su despacho sin previo aviso, tenía que ser por un asunto importante.
—De acuerdo —dijo Geoff—. Dile que pase.
Se le aceleró el corazón. Esperaba que no hubiera venido para decirle que le había ocurrido algo a la madre de Skip Reardon. La señora Reardon había sufrido un ataque cardíaco poco después de que Skip fuera condenado y otro hacía cinco años. Había logrado recuperarse de ambos afirmando que no estaba en absoluto dispuesta a morir mientras su hijo siguiera en la cárcel por un crimen que no había cometido.
Escribía a Skip todos los días, cartas animadas, para subirle la moral, llenas de planes para su futuro. En una visita reciente a la cárcel, Skip había leído a Geoff parte de una carta que había recibido aquel mismo día: «Esta mañana, cuando he ido a misa, le he recordado a Dios que, si bien es verdad que la persona que espera acaba obteniendo lo que desea, nosotros ya hemos esperado demasiado tiempo. ¿Y sabes qué me ha ocurrido, Skip? He tenido una sensación maravillosa, como si en el interior de mi cabeza alguien me hubiera dicho: “No falta mucho”».
Skip se había echado a reír con una mezcla de tristeza e ironía en su mirada: «¿Sabes, Geoff? Cuando he leído esto, casi me lo creo».
Cuando Beth entró en su despacho acompañada por la secretaria, Geoff rodeó el escritorio y le dio un cariñoso beso. Siempre que la veía le venía inmediatamente la misma idea a la cabeza: «Qué distinta habría sido la vida de Skip si se hubiera casado con Beth y no hubiese conocido a Suzanne».
Beth estaba a punto de cumplir los cuarenta, la misma edad que Skip, medía un metro sesenta y cinco y llevaba ropa holgada. Tenía los ojos marrones, el pelo corto y ondulado y de color castaño y un rostro que irradiaba inteligencia y calidez. Había empezado a salir con Skip quince años atrás, cuando todavía era profesora. Tras escribir su tesina, había cambiado de trabajo y ahora era consejera de educación en un colegio cercano.
Por la expresión de su cara, saltaba a la vista que estaba realmente angustiada. Tras invitarle a que se sentara en uno de los cómodos butacones que había en una esquina del despacho, Geoff dijo:
—Creo que han puesto una cafetera hace un rato. ¿Te apetece una taza?
Beth esbozó una sonrisa.
—Me encantaría.
Mientras charlaban y él servía una taza de café para cada uno, Geoff se fijó en la expresión de su cara. Más que triste, parecía preocupada. Ahora estaba seguro de que no le había pasado nada a la señora Reardon. Entonces se le ocurrió otra posibilidad. «Por Dios, ¿no será que ha conocido a alguien y no sabe cómo decírselo a Skip?». Geoff sabía que tal cosa podía llegar a ocurrir (tal vez incluso debiera ocurrir). De ser así, sería un golpe demasiado duro para Skip.
En cuanto se pusieron cómodos, Beth fue directamente al grano.
—Geoff, anoche hablé con Skip por teléfono. Me dio la impresión de estar terriblemente deprimido. Estoy muy preocupada. Ya sabes que se está hablando mucho sobre la posibilidad de impedir que los asesinos convictos sigan presentando apelaciones de forma reiterada. En realidad, Skip se ha mantenido vivo con la esperanza de que algún día se acepte uno de sus recursos. Como llegue a perder esa esperanza por completo…, le conozco bien y sé que querrá quitarse la vida. Me habló de la visita de la ayudante del fiscal y está seguro de que no le creyó.
—¿Crees que está pensando en el suicidio? —se apresuró a preguntar Geoff—. Si es así, tenemos que hacer algo al respecto. Es un prisionero ejemplar y le están concediendo más privilegios. Debería avisar al director.
—¡No! ¡No! Ni se te ocurra hacer eso —exclamó Beth—. No es eso lo que quería decir. Skip no haría algo así ahora. Sabe que su madre no sería capaz de soportarlo. Lo que pasa es que… —Levantó las manos en señal de impotencia—. Geoff —imploró—, ¿qué puedo decirle para darle esperanzas? Tal vez lo que debería preguntarte es si realmente crees que vas a encontrar motivos para interponer una nueva apelación.
«Si me lo hubiera preguntado hace una semana —pensó Geoff— habría tenido que decirle que he estudiado todos los detalles del caso y no he encontrado absolutamente nada que nos permita concebir esa esperanza». La llamada de Kerry McGrath, sin embargo, había cambiado las cosas.
Con cuidado de no parecer excesivamente optimista, habló a Beth sobre las dos mujeres que Kerry McGrath había visto en la consulta del doctor Smith y sobre el hecho de que la abogada mostrara un interés cada vez mayor en el caso. Cuando vio que en su rostro empezaba a aparecer una expresión de esperanza, rogó a Dios que no estuviera conduciendo a Beth y Skip a otro callejón sin salida.
Beth tenía los ojos anegados en lágrimas.
—Entonces ¿Kerry McGrath no ha abandonado la investigación del caso?
—En absoluto. Es una abogada magnífica, Beth. —Cuando Geoff se oyó decir estas palabras, le vino a la cabeza la imagen de Kerry: la manera que tenía de ponerse un mechón de su pelo rubio detrás de la oreja cuando se concentraba; la expresión de melancolía que asomaba a sus ojos cuando hablaba de su padre; su cuerpo, esbelto y bien proporcionado; su mirada de pesar cuando surgía el nombre de Bob Kinellen en la conversación; la media sonrisa con que expresaba la poca estima en que se tenía cuando lo recordaba; el orgullo y la alegría que transmitía cuando hablaba de su hija.
Recordó entonces la voz, levemente ronca, con que le había hablado y la sonrisa casi tímida que había esbozado cuando él le había cogido la llave y había abierto la puerta. Estaba seguro de que desde la muerte de su padre, nadie había cuidado de Kerry.
—Geoff, si hay motivos para interponer un nuevo recurso, ¿crees que cometimos un error la última vez al no hablar sobre mí?
La pregunta de Beth le devolvió de golpe al presente. Se refería a un aspecto del caso del que no se había tratado en ningún momento durante el juicio. Poco antes de la muerte de Suzanne Reardon, Skip y Beth habían empezado a verse de nuevo. Se habían topado hacía unas semanas y Skip había insistido en invitarla a comer. Al final, habían pasado varias horas hablando, y Skip le había confesado que era muy infeliz y que lamentaba profundamente su separación. «Cometí una estupidez —había dicho—, pero da igual. Esto no puede continuar así. Llevo cuatro años casado con Suzanne y durante los tres últimos no he dejado de preguntarme cómo pude dejarte».
La noche de la muerte de Suzanne, Beth y Skip habían quedado para cenar. Sin embargo, ella se había visto obligada a anular el compromiso en el último momento; de ahí que Skip hubiera vuelto a casa y se hubiese encontrado a Suzanne poniendo las flores en el jarrón.
Al preparar la defensa, Geoff había convenido con el abogado de Skip, Tim Farrell, en que llamar a Beth a declarar sería un arma de doble filo. Seguramente, la acusación trataría de convencer al jurado de que, aparte de querer ahorrarse los gastos del divorcio, Skip Reardon tenía otra buena razón para matar a su esposa.
No obstante, el testimonio de Beth pudo haber sido muy útil para rebatir la aseveración del doctor Smith acerca de los arrebatos de celos que sufría Skip.
Hasta que Kerry le había hablado sobre el doctor Smith y las mujeres que se parecían a Suzanne, Geoff estuvo convencido de haber tomado la decisión correcta. Ahora no lo creía así. Miró fijamente a Beth y dijo:
—Todavía no le he hablado a Kerry sobre ti. Ahora, sin embargo, quiero que la conozcas y le cuentes tu historia. Si queremos tener alguna posibilidad de presentar un nuevo recurso y ganarlo, hay que poner todas las cartas sobre la mesa.