Jimmy Weeks estaba sentado entre sus dos abogados, Robert Kinellen y Anthony Bartlett, en la sala del tribunal del distrito federal. Parecía como si el proceso de selección del jurado para su juicio por evasión de impuestos sobre la renta no fuera a acabarse nunca.
Al cabo de tres semanas, la acusación y la defensa sólo habían considerado aceptables a tres miembros del jurado. La mujer a la que estaban interrogando en ese momento pertenecía al tipo que más le horrorizaba. Remilgada y santurrona, parecía la clase de mujer que se considera a sí misma el pilar sobre el que se apoya toda la comunidad. Según decía, era la presidenta de la Asociación de Mujeres de Westdale, su marido era el director ejecutivo de una empresa de ingeniería y sus dos hijos estudiaban en Yale.
Jimmy la observó con detenimiento mientras contestaba a las preguntas. Su actitud era cada vez más condescendiente. «Cómo no va a ser aceptable para el fiscal. Claro que lo es», pensó el acusado. Sin embargo, sabía que, por la mirada de desdén que le había lanzado, esa mujer le consideraba un ser despreciable.
Cuando el juez hubo terminado de interrogarla, Jimmy Weeks se acercó a Kinellen y le dijo:
—Acéptala.
—¿Has perdido el juicio? —saltó Bob con tono de incredulidad.
—Bobby, ten confianza en mí. —Jimmy bajó la voz—. Te aseguro que no nos va a perjudicar. —Entonces miró con gesto de irritación hacia el lugar desde donde un impasible Barney Haskell estaba siguiendo el proceso en compañía de su abogado. Kinellen le había asegurado que, si Haskell llegaba a un trato con el fiscal y pasaba a ser testigo de la acusación, acabaría con él en cuanto subiera al estrado.
Quizá fuera así. O quizá no. Jimmy Weeks era un hombre al que le gustaba ir sobre seguro, y en esa ocasión no las tenía todas consigo. Tenía al menos a uno de los miembros del jurado en el bolsillo. Ahora era probable que tuviera a dos.
Hasta el momento sólo se había mencionado de pasada el hecho de que la ex mujer de Kinellen estuviera investigando el caso de asesinato Reardon, pensó Weeks. Sin embargo, era consciente de que si se llegaba a averiguar algo, él podría verse en un apuro. Sobre todo si Haskell se enteraba de ello, ya que podría pensar que disponía de otro mecanismo para ganarse al fiscal y cerrar el trato que estaba intentando hacer con él.