Cuando el doctor Smith colgó el auricular tras hablar con Kerry McGrath, se dio cuenta de que estaba sufriendo de nuevo el leve temblor que tenía de vez en cuando en la mano derecha. Se la apretó con la otra mano, pero, aun así, siguió sintiendo las vibraciones en las yemas de los dedos.
Se había fijado en que la señora Carpenter le había mirado con cara de curiosidad al decirle que le llamaba la señora McGrath. La alusión a Suzanne no significaba nada para la señora Carpenter, aunque lo más seguro es que le habría hecho preguntarse a qué venía la misteriosa llamada.
Abrió la ficha de Robin Kinellen y la examinó. Se acordaba de que sus padres estaban divorciados, pero no se había parado a leer con detenimiento los datos personales que le había dado Kerry McGrath junto al historial clínico de Robin. Era ayudante de la fiscalía del condado de Bergen. Alzó la vista. No recordaba haberla visto en el juicio…
Alguien llamó a la puerta en ese momento. La señora Carpenter asomó la cabeza para recordarle que había un paciente esperándole en la consulta número uno.
—Lo sé perfectamente —dijo él con brusquedad, haciendo un gesto para que se fuera. Reanudó la lectura de la ficha de Robin. Había acudido a la consulta los días 11 y el 23. Barbara Tompkins había tenido un reconocimiento el día 11 y Pamela Worth el 23. «Una desgraciada coincidencia», pensó. Probablemente, Kerry McGrath había visto a las dos mujeres y se habría acordado de Suzanne.
Se quedó sentado en su escritorio varios minutos. ¿Qué significaba realmente esa llamada? ¿Qué interés tenía la abogada en el caso? Nada podía haber cambiado. Los hechos seguían siendo los mismos. Skip Reardon seguía en la cárcel, y no tenía por qué salir de ella. Smith sabía que con su testimonio había contribuido a que lo encarcelaran. «Y no pienso cambiar ni una palabra de él —pensó con amargura—. Ni una sola».