El lunes por la mañana, al llegar al despacho, Kerry vio que había recibido un paquete. En él había una estatuilla de porcelana Royal Doulton, la denominada Brisas otoñales, y una nota:
Querida señora McGrath:
La casa de mamá está vendida. Ya hemos sacado todas nuestras cosas de ella. Vamos a trasladarnos a Pensilvania para vivir con nuestros tíos.
Mamá siempre tenía esta figura sobre su cómoda. Era de su madre. Decía que le hacía feliz verla.
Usted nos ha hecho tan felices al conseguir que la persona que mató a mamá pague por su crimen que hemos pensado que debería quedársela. Es nuestra manera de darle las gracias.
La carta estaba firmada por Chris y Ken, los hijos adolescentes de la supervisora asesinada por su ayudante.
Kerry trató de contener las lágrimas mientras observaba la preciosa estatuilla. Llamó a su secretaria y le dictó una breve carta:
Chris y Ken, la ley no me permite aceptar regalos. Sin embargo, os aseguro que, si no fuera así, esta estatuilla sería el regalo que más agradecería. Por favor, quedáosla vosotros como recuerdo de mí y de vuestra madre.
Mientras firmaba la carta, pensó en el evidente vínculo que existía entre los dos hermanos y entre ellos y su madre. «¿Qué sería de Robin si me ocurriera algo? —se preguntó. Movió la cabeza—. No saco nada siendo pesimista», pensó. Además, tenía que investigar otro caso de carácter familiar que era más acuciante que el suyo.
Había llegado el momento de hacerle una visita al doctor Smith. Cuando llamó a la consulta, le respondió un contestador automático: «La consulta no abre hoy hasta las once. Si lo desea, deje un mensaje después de la señal».
Poco antes del mediodía, Kerry recibió una llamada de la señora Carpenter.
—Me gustaría concertar una cita para hablar con el doctor Smith lo antes posible —dijo Kerry—. Es importante.
—¿Me puede decir cuál es el motivo de la cita, señora McGrath?
Kerry decidió jugársela.
—Dígale al doctor que el motivo es Suzanne.
Tras aguardar casi cinco minutos, oyó la voz, fría y algo afectada, del doctor Smith.
—¿Qué desea, señora McGrath? —preguntó.
—Me gustaría hablar con usted sobre su testimonio en el juicio de Skip Reardon, doctor, y le agradecería que fuera lo antes posible.
Cuando colgó, había conseguido concertar una cita con el doctor para el día siguiente a las siete y media de la mañana. Kerry pensó que esto suponía que tendría que salir de casa a las seis y media, lo cual significaba a su vez que tendría que pedirle a un vecino que llamase a casa para asegurarse de que Robin no se quedara dormida en cuanto ella se fuese.
Por lo demás, no tenía por qué preocuparse. Robin siempre iba al colegio con dos amigas, y Kerry estaba segura de que su hija era lo bastante mayor como para prepararse ella sola un tazón de cereales.
Entonces llamó a su amiga Margaret al despacho y le pidió el número de teléfono de la casa de Stuart Grant.
—Le he hablado a Stuart de ti y de los problemas que tienes con el doctor Smith, y me ha dicho que su mujer estará en casa toda la mañana —dijo Margaret.
Susan Grant descolgó en cuanto sonó el teléfono y repitió exactamente lo que le había contado Margaret.
—Te juro, Kerry, que me dio miedo. Sólo quería que me quitara las bolsas de debajo de los ojos. Pero el doctor Smith se mostró tan vehemente… No dejó de llamarme Suzanne, y estoy segura de que si le hubiera dejado seguir adelante, ahora no me reconocería nadie.
Poco antes de almorzar, Kerry le pidió a Joe Palumbo que se pasara por su despacho.
—Me estoy ocupando de un asunto que no está en la agenda de trabajo y con el que quiero que me eches una mano —dijo cuando el investigador se arrellanó en el sillón que había delante de su escritorio—. Se trata del caso Reardon.
La mirada de perplejidad que le lanzó Joe le dio a entender que tenía que darle una explicación. Kerry le habló de las mujeres que se parecían a Suzanne Reardon y del doctor Smith. No sin cierto titubeo, le confesó que también había ido a la cárcel de Trenton a visitar a Reardon y que, aunque todo lo que estaba haciendo era estrictamente extraoficial, empezaba a abrigar dudas sobre la manera que había sido llevado el caso.
Palumbo soltó un silbido.
—Y, Joe, preferiría que nadie se enterara de esto. A Frank Green no le hace mucha gracia que esté interesada en el caso.
—¿Por qué será…? —murmuró Palumbo.
—Lo cierto es que fue el mismo Frank quien me dijo el otro día que el doctor Smith tuvo un comportamiento bastante frío al testificar. Resulta extraño si pensamos que se trata del padre de la víctima de un asesinato, ¿no te parece? El doctor Smith declaró ante el jurado que se había separado de su mujer cuando Suzanne era todavía una niña pequeña y que años más tarde dio su consentimiento para que su padrastro la adoptara, un hombre llamado Wayne Stevens. Suzanne creció en Oakland, California. Me gustaría que lo localizaras: tengo mucho interés en saber cómo era Suzanne de pequeña, pero, sobre todo, quiero tener una fotografía de ella de cuando era una adolescente. —Sacó varias hojas de la transcripción del juicio Reardon y se las pasó a Palumbo—. Este es el testimonio de una mujer que estaba trabajando de canguro la noche del asesinato en una casa vecina a la de los Reardon y que declaró haber visto aparcado delante de ella un coche extraño en torno a las nueve de la noche. Vive, o vivía, con su hija y su yerno en Alpine. Habla con ella, ¿de acuerdo?
Palumbo parecía verdaderamente interesado.
—Será un placer, Kerry. Me estás haciendo un favor. Me encantaría ver a «nuestro dirigente» en el banquillo de los acusados para variar.
—Un momento, Joe, Frank es un buen hombre —dijo Kerry tajantemente—. No es mi intención complicarle las cosas. Lo que pasa es que hay una serie de cabos sueltos en este caso, y si te he de ser franca, me he asustado al conocer al doctor Smith y ver a esas mujeres que se parecen a su hija. Si existe la posibilidad de que el hombre que se encuentra en la cárcel es la persona equivocada, mi deber es investigar. Pero sólo pienso hacerlo cuando esté convencida de ello.
—Lo entiendo perfectamente —dijo Palumbo—. Pero no me malinterpretes. Estoy de acuerdo contigo en que Green es un tipo decente. Lo que pasa es que preferiría a una persona que no saliera corriendo en busca de protección cada vez que alguien de la fiscalía pone los perros en danza.