—No me gusta el doctor Smith —dijo Robin secamente mientras Kerry sacaba el coche del aparcamiento situado en la esquina de la calle Nueve con la Quinta Avenida.
Kerry se volvió hacia ella rápidamente.
¿Por qué no?
Me da miedo. El doctor Wilson siempre gasta bromas cuando voy a su consulta. En cambio el doctor Smith, ni siquiera me ha sonreído. Me ha tratado como si estuviera enfadado conmigo y ha dicho que algunas personas son bellas por naturaleza mientras que otras tienen que esforzarse por serlo, pero que en ningún caso debe permitirse que la belleza se eche a perder.
Robin había heredado el asombroso atractivo de su padre y era, en efecto, realmente bella. Sin embargo, aunque fuese cierto que ser hermosa pudiera llegar algún día a ser una carga, ¿por qué el doctor decía semejante cosa a una niña?, se preguntó Kerry.
Me arrepiento de haberle dicho que no había acabado de abrocharme el cinturón de seguridad cuando la furgoneta chocó con el coche de papá —añadió Robin—. Ha sido entonces cuando el doctor me ha sermoneado.
Kerry miró fijamente a su hija. Robin siempre se abrochaba el cinturón de seguridad. Que no lo hubiera hecho en aquella ocasión significaba que Bob había arrancado el coche antes de que ella tuviera tiempo de hacerlo. Cuando volvió a hablar, Kerry trató de que su voz no mostrara la irritación que sentía:
Probablemente papá salió del garaje demasiado deprisa.
—Lo que pasó es que no se fijó en que no había tenido tiempo de abrochármelo —dijo Robin a la defensiva, percibiendo el tono del comentario que había hecho su madre.
Kerry sentía una gran tristeza por su hija en tales ocasiones. Bob Kinellen las había abandonado cuando Robin no era más que una niña pequeña. Ahora estaba casado con la hija del socio principal de su bufete y tenía una hija de cinco años y un hijo de tres. Robin estaba loca por él. Cuando se reunían, Bob no hacía más que mimarla, pero aun así la defraudaba con frecuencia, llamándola en el último momento para decirle que no podía acudir a la cita que tuvieran. Como a su segunda esposa no le gustaba que le recordaran que tenía otra hija, Robin nunca iba a su casa y, por consiguiente, apenas conocía a sus hermanos.
«Por una vez que cumple con su deber como padre y hace algo con ella, mira lo que pasa», pensó Kerry. La abogada hizo un esfuerzo por ocultar su enfado y, en lugar de insistir en el asunto, dijo:
¿Por qué no tratas de dormir un poco hasta que lleguemos a casa de tío Jonathan y tía Grace?
Vale. —Robin cerró los ojos—. Seguro que tienen un regalo para mí.