De tácito acuerdo, Kerry y Geoff se abstuvieron de comentar el caso Reardon hasta que les sirvieron el café. Durante el primer plato, Geoff le habló sobre su infancia en Nueva York.
—Creía que mis primos de Nueva Jersey vivían perdidos en el bosque —dijo—. Luego vinimos aquí y al cabo de los años, cuando me hice mayor, decidí quedarme.
Entonces le dijo que tenía cuatro hermanas menores que él.
—Te envidio —comentó ella—. Yo soy hija única y me acuerdo que me encantaba ir a las casas de mis amigos que tenían familia numerosa. Siempre pensé que sería estupendo estar rodeada de hermanos y hermanas. Mi padre murió cuando yo tenía diecinueve años. Dos años más tarde mi madre se casó en segundas nupcias y se trasladó a Colorado. La veo dos veces al año.
Geoff la miró comprensivamente.
—Con tal situación familiar, debes de sentirse bastante desamparada —dijo.
—Sí, supongo que sí, aunque Jonathan y Grace Hoover han contribuido a llenar ese vacío. Se han portado de maravilla conmigo, casi como si fueran mis padres.
Entonces hablaron sobre la carrera de derecho y estuvieron de acuerdo en que el primer año era una tortura que les resultaría difícil volver a soportar.
—¿Por qué te decidiste a ser abogado defensor? —preguntó Kerry.
—Creo que por algo que me ocurrió de pequeño. En nuestra casa vivía una mujer, Anna Owens, que me parecía la mujer más agradable del mundo. Me acuerdo que un día, cuando tenía unos ocho años, eché a correr por el vestíbulo para coger el ascensor, choqué con ella y la tiré al suelo. Una persona normal y corriente se habría puesto histérica y habría empezado a gritar. Ella, en cambio, se levantó y dijo: «Ya verás como vuelve el ascensor, Geoff». Entonces se echó a reír. Se había dado cuenta de que yo estaba apuradísimo.
—No creo que esa fuera la razón por la que te decidiste a ser abogado defensor —dijo Kerry con una sonrisa.
—No, pero espera a que te cuente el resto. Tres meses más tarde, su marido la abandonó, ella le siguió hasta el piso de su nueva pareja y le pegó un tiro. Con toda franqueza, pienso que fue un caso de enajenación mental transitoria, que fue precisamente el argumento que utilizó el abogado. El hecho es que la condenaron a veinte años de cárcel. Supongo que la idea clave es «circunstancias atenuantes». Cuando creo que se dan tales circunstancias o cuando creo que el acusado es inocente, como Skip Reardon, acepto el caso. —Se interrumpió—. ¿Y qué razón te animó a ti a ser fiscal?
—La víctima y la familia de la víctima —dijo sencillamente—. Según tu teoría, podría haber matado a Bob Kinellen de un tiro y haber alegado circunstancias atenuantes.
Dorso hizo un leve gesto de irritación y luego miró a Kerry con expresión risueña.
—No sé por qué, pero no te imagino pegándole un tiro a alguien, Kerry.
—Yo tampoco, a menos que… —Kerry titubeó por un momento y entonces prosiguió—, a menos que Robin estuviera en peligro. Entonces haría lo que fuera necesario con tal de salvarla. Sin lugar a dudas.
Durante la cena, Kerry se sorprendió a sí misma hablando sobre la muerte de su padre.
—Ocurrió cuando yo estaba en segundo de carrera en la Universidad de Boston. Él había trabajado en la Pan Am de capitán, luego trabajó en las oficinas y acabó siendo elegido vicepresidente ejecutivo. Cuando cumplí tres años, empezó a llevarnos a mi madre y a mí a todas partes. Para mí era el hombre más maravilloso del mundo. —Tragó saliva—. Entonces, un fin de semana que yo estaba en casa, dijo que no se sentía bien, pero no se molestó en ir al médico porque acababa de pasar la revisión médica anual. Se fue a la cama diciendo que se encontraría bien por la mañana. Sin embargo, a la mañana siguiente no se levantó.
—¿Y tu madre se casó dos años más tarde? —preguntó Geoff afectuosamente.
—Sí, en cuanto me licencié. Sam también había enviudado y era amigo de papá. Estaba a punto de retirarse y se iba a trasladar a Vail cuando murió papá. Tiene una casa preciosa allí. Les ha venido muy bien a los dos mudarse.
—¿Qué habría pensado tu padre de Bob Kinellen?
Kerry se echó a reír.
—Eres muy observador, Geoff. No creo que le hubiera causado una gran impresión.
Durante el café, abordaron por fin el caso Reardon. Kerry habló con toda franqueza:
—Estuve presente cuando se pronunció el veredicto y, pese a los diez años que han pasado, aún recuerdo la cara de Skip Reardon y lo que dijo. He oído a muchas personas culpables jurar que son inocentes. Al fin y al cabo, ¿qué pierden con ello? Sin embargo, dijo algo que me impresionó.
—Porque estaba diciendo la verdad.
Kerry le miró de hito en hito.
—Te lo advierto, Geoff. Tengo la intención de hacer de abogado del diablo en este caso. Aunque la lectura de la transcripción me ha planteado muchas preguntas, en ningún momento me ha convencido de que Reardon sea inocente, como tampoco me convenció de ello la visita de ayer. O él o el doctor Smith está mintiendo. Skip Reardon tiene buenas razones para hacerlo. El doctor Smith no. Sigo pensando que fue muy perjudicial para Skip que el mismo día en que murió Suzanne Reardon hiciera averiguaciones sobre el divorcio y que, según parece, se quedara desconcertado al enterarse de cuánto le iba a costar.
—Kerry, Skip Reardon llegó a donde llegó gracias a sus propios esfuerzos. Consiguió salir de la pobreza y prosperar. Suzanne ya le había costado una fortuna. Ya oíste lo que dijo ayer. Era una adicta a las tiendas, compraba todo lo que se le antojaba. —Se interrumpió—. No tiene nada de malo enfadarse y expresarlo; hay una diferencia abismal entre desahogarse y cometer un asesinato. Además, aunque el divorcio le fuera a resultar caro, Skip debió de sentirse realmente aliviado cuando se enteró de que el simulacro en que se había convertido su matrimonio iba a llegar a su fin. De esa manera podría seguir adelante con su vida.
Entonces hablaron sobre las rosas.
—Estoy absolutamente convencido de que Skip ni las llevó a su casa ni las envió —dijo Geoff entre sorbo y sorbo de café—. Y si aceptamos este hecho, entonces tenemos que contar con la existencia de otra persona en el caso.
Mientras Geoff pagaba la cuenta, convinieron en que el testimonio del doctor Smith había sido el factor que había determinado el veredicto final.
—¿Te das cuenta? —preguntó Geoff—: El doctor Smith afirmó que Suzanne estaba asustada por los arrebatos de celos de Skip. Sin embargo, ateniéndonos a lo que éste afirma, si realmente le tenía tanto miedo, ¿cómo es posible que siguiera poniendo tranquilamente en el jarrón las flores que le había enviado otro hombre y que incluso presumiera de ellas delante de él? ¿Tiene eso algún sentido?
—Sólo si Skip dice la verdad, pero no lo sabemos a ciencia cierta —dijo Kerry.
—Bueno, yo sí que le creo —afirmó Geoff con vehemencia—. Además, ningún testigo corroboró el testimonio del doctor Smith. Los Reardon eran una pareja conocida. Si fuese verdad que él la amenazaba, lo más normal habría sido que alguien se hubiera presentado como testigo para decirlo.
—Tal vez —admitió Kerry—, pero entonces, ¿por qué la defensa no presentó testigos que dijeran que no estaba loco de celos? ¿Por qué se llamó sólo a dos testigos para defender la buena reputación del acusado y rebatir el testimonio del doctor Smith? No, Geoff, me temo que dada la información con que contaban los miembros del jurado, no tenían por qué desconfiar del doctor Smith y creer a Skip. Además, ¿no estamos por lo general condicionados a fiarnos de los médicos?
Volvieron a casa en silencio. Geoff acompañó a Kerry hasta la puerta; cuando llegaron, le cogió la llave.
—Mi madre decía que siempre hay que abrir la puerta a las damas. Espero que no te parezca muy sexista.
—No, no lo es. Al menos yo no lo creo. Aunque tal vez esté un poco chapada a la antigua. —El cielo tenía un tono negro azulado y estaba cuajado de estrellas. Soplaba el viento, y Kerry se estremeció de frío.
Geoff se dio cuenta de ello y se apresuró a dar la vuelta a la llave y a abrir la puerta.
—No vas lo bastante abrigada para el frío que hace. Será mejor que entres.
Cuando Kerry pasó al vestíbulo, Geoff se quedó en el porche, sin hacer ninguna señal que diera a entender que esperaba que le invitara a entrar. Entonces dijo:
—Antes de irme, tengo que preguntarte qué vamos a hacer ahora.
—Voy a ver al doctor Smith en cuanto pueda concertar una cita. Creo que será mejor que vaya sola.
—Entonces ya hablaremos un día de éstos —dijo Geoff. Esbozó una sonrisa y empezó a bajar por los escalones del porche. Kerry cerró la puerta y entró en el salón. Sin embargo, no encendió la luz de forma inmediata. Se había dado cuenta de que todavía estaba saboreando el momento en que Geoff le había cogido la llave de la mano y le había abierto la puerta. Se acercó a la ventana y observó cómo sacaba el coche del camino de entrada y desaparecía por el final de la calle.
*****
«Qué divertido es papá», pensó Robin cuando se sentó a su lado en el Jaguar con gesto de satisfacción. Habían estado echando un vistazo al refugio de montaña que Bob Kinellen estaba pensando comprar. Aunque a ella le había gustado, su padre le había dicho que le había decepcionado. «Quiero uno que te permita llegar esquiando hasta la puerta —había dicho antes de echarse a reír—. Habrá que seguir buscando».
Robin había llevado su cámara. Su padre aguardó mientras ella sacaba dos carretes de fotos. Aunque sólo había un poco de nieve en las cumbres, la niña pensaba que la luz que caía sobre las montañas era fantástica. En cuanto captó los últimos rayos del sol del atardecer, emprendieron el viaje de regreso. Su padre dijo entonces que conocía un lugar donde servían unos camarones magníficos.
Robin sabía que su madre estaba enfadada con su padre porque no había hablado con ella tras el accidente. Sin embargo, se había preocupado de dejar un mensaje, y si bien era cierto que no lo veía mucho, cuando se reunían, su padre se portaba de maravilla con ella.
A las seis y media llegaron al restaurante. Mientras comían sendas raciones de camarones y almejas, hablaron. Él le prometió que ese año irían a esquiar sin falta, los dos solos.
—Algún día que mamá tenga una cita con alguien —dijo guiñándole un ojo.
—Oh, mamá no tiene muchas citas —dijo ella—. Me caía bien un hombre con el que salió un par de veces durante el verano, pero mamá me dijo que era aburrido.
—¿A qué se dedicaba?
—Creo que era ingeniero.
—Bueno, cuando mamá sea juez, lo más seguro es que termine saliendo con otro juez. Estará rodeada de ellos.
—La otra noche vino un abogado a casa —dijo Robin—. Era muy simpático, pero creo que sólo fue por un asunto de trabajo.
Hasta ese momento, Bob Kinellen no había prestado mucha atención a la conversación. Pero, al oír aquello, comenzó a escuchar a su hija con interés.
—¿Cómo se llama?
—Geoff Dorso. Le llevó a mamá un informe muy grande para que lo leyera.
Cuando vio que su padre enmudecía de repente, Robin se sintió culpable. Tal vez había hablado demasiado y su padre se había enfadado con ella.
En cuanto volvieron al coche, se quedó dormida y no se despertó en todo el camino de vuelta. Al despedirse de su padre a las nueve y media, se alegró de estar de nuevo en casa.