Kerry se encontró a Geoff esperándola en el lugar donde los visitantes recibían el pase de acceso.
—Me alegro de que hayas podido venir —dijo él. Los dos abogados cruzaron pocas palabras mientras aguardaban a que llegara la hora de la visita. Geoff pareció comprender que ella no quería saber todavía la información que él pudiera tener en ese momento sobre el caso.
A las tres en punto, un guarda se acercó a ellos y les pidió que le siguieran.
Kerry no conseguía imaginarse qué aspecto tendría Skip Reardon. Hacía diez años que se había acercado a los juzgados para escuchar el fallo del jurado sobre su caso. La imagen que recordaba era la de un joven alto, bien parecido, ancho de espaldas y con el pelo de un intenso color rojo. Sin embargo, más que su aspecto, lo que se le había quedado grabado en la memoria había sido su declaración: «El doctor Charles Smith es un mentiroso. Ante Dios y este tribunal, juro que es un mentiroso».
—¿Qué le has dicho a Skip Reardon sobre mí? —preguntó Kerry a Geoff mientras esperaban a que escoltaran al prisionero hasta la sala de visitas.
—Sólo le he dicho que, de modo extraoficial, has mostrado interés en su caso y querías hablar con él. Te lo juro, Kerry: le he dicho que era «de modo extraoficial».
—Vale, vale… Te creo.
—Ya está aquí.
Skip Reardon apareció vestido con unos vaqueros que formaban parte del uniforme de la prisión y una camisa reglamentaria de cuello abierto. A excepción de unas cuantas canas en el pelo y alguna que otra arruga en torno a los ojos, su aspecto era el mismo que Kerry recordaba. Cuando Geoff les presentó, una sonrisa le iluminó la cara.
«Una sonrisa de esperanza», comprendió la abogada. Con el corazón encogido, se preguntó si no debería haber sido más cauta y haber esperado a saber más sobre el caso en lugar de acceder con tanta prontitud a visitar al recluso.
Geoff no se anduvo por las ramas.
—Skip, como ya te dije, la señora McGrath quiere hacerte unas preguntas.
—Entiendo. Escúcheme, le responderé a cualquier pregunta que quiera hacerme. —Hablaba en serio, aunque con cierto aire de resignación—. Como se suele decir, no tengo nada que ocultar.
Kerry sonrió y le hizo la pregunta que le había animado a hacer esa visita.
—En su testimonio, el doctor Smith juró que su hija, su esposa, señor Reardon, estaba asustada porque usted la había amenazado. Usted sigue manteniendo que el doctor mintió al decir aquello. Sin embargo, ¿qué razones podía tener para hacerlo?
Reardon tenía las manos entrelazadas sobre la mesa.
—Señora McGrath, si pudiese explicar los actos del doctor Smith, tal vez no me encontrara aquí en este momento. Suzanne y yo estuvimos casados cuatro años, y durante ese tiempo no vi mucho a su padre. Suzanne iba de vez en cuando a Nueva York para cenar con él, pero siempre lo hacía cuando yo estaba de viaje de negocios. En aquel entonces mi empresa inmobiliaria iba viento en popa. Estaba construyendo por todo el estado e invirtiendo en unos terrenos de Pensilvania para una futura urbanización. Por regla general, me ausentaba un par de días cada vez que viajaba. Cuando veía al doctor Smith, me daba la impresión de que no tenía mucho que decirme, aunque por su comportamiento tampoco puedo decir que yo le fuera antipático. Desde luego, no se comportaba como si pensara que su hija estaba en peligro.
—¿Cómo describiría la actitud del doctor hacia su hija cuando estaban los tres juntos?
Reardon miró a Dorso.
—Tú eres quien sabe hablar bien, Geoff. ¿Cómo explicárselo? Un momento. Ya lo sé. Cuando iba a catequesis, las monjas se enfadaban con nosotros porque hablábamos en la iglesia y nos decían que deberíamos mostrar una actitud reverente hacia los lugares y los objetos sagrados. Pues bien, así era como se comportaba con ella. Tenía una actitud «reverente» hacia ella.
«Qué palabra más extraña para describir la actitud de un padre hacia su hija», pensó Kerry.
—Y también se mostraba muy protector con ella —añadió Reardon—. Una noche fuimos los tres a cenar a un restaurante, y al ver que Suzanne no se había abrochado el cinturón de seguridad, le soltó un verdadero sermón sobre la responsabilidad que tenía de cuidar de sí misma. Se puso muy nervioso, diría incluso que se enfadó un poco.
«Suena como cuando nos sermoneó a Robin y a mí», pensó Kerry. Casi de mala gana, tuvo que admitir que Skip Reardon daba la impresión de ser un hombre franco y honesto.
—¿Y cómo solía reaccionar ella?
—Con respeto, por lo general. Aunque poco antes de que la mataran, las últimas veces que estuve con ellos, Suzanne parecía estar algo enojada con su padre.
Kerry pasó entonces a otros aspectos del caso y le preguntó sobre el testimonio jurado que había dado sobre el hecho de que, justo antes del asesinato, Suzanne llevara unas joyas muy valiosas que él no le había regalado.
—Señora McGrath, me gustaría que hablara con mi madre. Ella se lo explicará. Tiene una fotografía de Suzanne que le sacaron en una fiesta de una asociación benéfica y que luego salió en uno de los periódicos del condado. En la solapa del traje con que aparece en la foto lleva un alfiler de anticuario con un diamante en la cabeza. La fotografía fue hecha sólo dos semanas antes de que la asesinaran. Le juro que tanto el alfiler como otro par de joyas de gran valor, ninguna de las cuales había sido regalo mío, estaban en el cajón aquella mañana. Lo recuerdo porque ése en concreto fue uno de los asuntos sobre los que discutimos. Las joyas estaban en el cajón aquella mañana. Al día siguiente habían desaparecido.
—¿Quiere decir que alguien las cogió?
Reardon puso cara de disgusto.
—No sé si alguien las cogió o si Suzanne las devolvió, pero estoy seguro de que a la mañana siguiente habían desparecido. Traté de decírselo a los policías para que investigaran el asunto, pero desde el primer momento quedó claro que no estaban dispuestos a creerme. Pensaron que estaba intentando hacerles pensar que había sido un ladrón quien había asesinado a Suzanne. Hay algo más —continuó—. Mi padre estuvo en la Segunda Guerra Mundial. Cuando volvió trajo un marco miniatura que regaló a mi madre cuando se prometieron. Ella, a su vez, regaló el marco a Suzanne cuando nos casamos. Mi mujer puso en él mi fotografía favorita de ella y lo colocó en la mesita de noche de nuestro dormitorio. Cuando mi madre y yo examinamos las cosas de Suzanne antes de que me arrestaran, mamá se dio cuenta de que había desaparecido. Sin embargo, yo sé que estaba allí la última mañana.
—¿Está tratando de decirme que la noche en que murió Suzanne, alguien entró en la casa y robó las joyas y el marco? —preguntó Kerry.
—Le estoy diciendo que estoy seguro de que desaparecieron. No sé qué pasó con esos objetos de valor, y, desde luego, no tengo idea si su desaparición tiene que ver con el asesinato de Suzanne. Lo único que sé es que, de pronto, ni las joyas ni el marco estaban en su sitio y la policía se negó a investigar sobre ello.
Kerry levantó, la vista de su cuaderno de notas y clavó la mirada en los ojos del hombre que tenía delante.
—Skip, ¿qué relación tenía usted con su esposa?
Reardon dejó escapar un suspiro.
—Cuando la conocí, me quedé de piedra. Era bellísima, inteligente y tenía buen humor, la clase de mujer que hace que un hombre se crea el centro del mundo. Después de casarnos… —Se interrumpió—. Mucho entusiasmo pero poca calidez, señora McGrath. Me educaron inculcándome la idea de que el matrimonio tiene que ser un éxito y de que al divorcio se recurre si no queda otro remedio. Desde luego, pasamos buenos ratos. Pero ¿me sentí alguna vez feliz o satisfecho? Pues no, nunca me sentí así. De todos modos, estaba tan ocupado tratando de sacar adelante la empresa que cada vez tenía menos tiempo para nada. De esa manera, no me fue difícil evitar enfrentarme a la verdad de mi matrimonio. En cuanto a Suzanne le diré que parecía tener todo lo que deseaba. Teníamos dinero. Le construí la casa de sus sueños. Estaba todo el día en el club, jugando a golf o a tenis. Contrató a un decorador durante dos años para amueblar la casa a su gusto. Hay un hombre en Alpine, Jason Arnott, que sabe muchísimo sobre antigüedades. Llevó a Suzanne a varias subastas y le dijo lo que tenía que comprar. A ella empezó a gustarle la ropa de diseño. Parecía una niña que quisiera que todos los días fueran Navidad. Con el ritmo de trabajo que yo llevaba, tenía tiempo de sobra para hacer lo que le diera la gana. Le encantaba estar en todos los acontecimientos a los que acudía la prensa para que su foto saliera en los periódicos. Durante mucho tiempo creí que era feliz, pero cuando pienso en ello ahora, estoy seguro de que estaba conmigo porque no había encontrado un partido mejor.
—Hasta que… —animó Geoff.
—Hasta que conoció a alguien que le pareció interesante —prosiguió Reardon—. Fue entonces cuando me di cuenta de que tenía joyas que yo no había visto nunca. Algunas eran piezas de anticuario, otras eran modernas. Suzanne decía que se las había regalado su padre, pero era evidente que estaba mintiendo. Su padre tiene ahora todas sus joyas, incluso las que yo le regalé.
Cuando el guarda les indicó que se les había acabado el tiempo, Reardon se levantó y miró a Kerry con franqueza.
—Señora McGrath, yo no debería estar aquí. El asesino de Suzanne sigue libre. Y en alguna parte debe de haber algo que lo pruebe.
Geoff y Kerry salieron juntos al aparcamiento.
—Apuesto a que no has tenido tiempo para comer nada —dijo él—. ¿Te apetece algo rápido?
—No puedo, tengo que volver. Geoff, después de todo lo que he oído hoy, no sé qué motivo pudo tener el doctor Smith para mentir sobre Skip Reardon. Reardon dice que tenían lo que se puede denominar una relación bastante cordial. Tú mismo le has oído decir que no creyó a Suzanne cuando ella le dijo que había sido su padre quien le había regalado las joyas. Si empezó a sentirse celoso por las joyas, pues… —No terminó la frase.