En la prisión estatal de Trenton, Skip Reardon estaba tumbado en su camastro viendo las noticias de las seis y media. A esa hora ya había dado cuenta de la triste cena que le daban todos los días. Se sentía inquieto e irascible, algo que le ocurría cada vez con mayor frecuencia. Después de diez años entre rejas, se las había arreglado, en buena medida, para evitar los extremos. Al principio había fluctuado entre las descabelladas esperanzas que había concebido cada vez que se había presentado un recurso y la aplastante desesperación en que se había sumido cuando éstos habían sido desestimados.
Ahora su estado de ánimo era, por lo general, de hastío y resignación. Aunque sabía que Geoff Dorso no iba cejar en la búsqueda de nuevos motivos para presentar un recurso, el ambiente que se vivía en el país estaba cambiando. En los informativos abundaban las noticias relacionadas con la paralización que estaban sufriendo los juzgados por culpa de los repetidos recursos que entablaban los criminales convictos. La conclusión inevitable era que había que cortar por lo sano. Si Geoff no lograba interponer una apelación con la que tuviera verdaderas posibilidades de ganar la libertad, pasaría veinte años más a la sombra.
En los momentos en que se sentía más abatido, Skip rememoraba los años previos al asesinato y se daba cuenta de lo estúpido que había sido. Cuando ya estaba prácticamente prometido con Beth, ésta le había instado a que fuera solo a una fiesta que organizaban su hermana y su marido, que era cirujano. Ella se había puesto enferma en el último momento, pero no había querido que por su culpa él se perdiera la fiesta.
«Sí, menuda fiesta», pensó Skip irónicamente mientras recordaba aquella noche. Suzanne y su padre se encontraban allí. Todavía se acordaba de la impresión que le había causado la primera vez que la había visto. Había adivinado inmediatamente que se trataba de la clase de mujer que no podía traer más que complicaciones, pero aun así se había quedado prendado de ella como un idiota.
Presa de la inquietud, Skip se levantó del camastro, apagó el televisor y miró la transcripción del juicio que tenía en el estante de encima del retrete. Tenía la impresión de que podía recitarlo de memoria. «Éste es el sitio que le corresponde: sobre el retrete —pensó con amargura—. Para lo que me ha servido, más me valdría romperlo y tirar de la cadena».
Estiró los brazos. Antes de ingresar en prisión, se mantenía en forma gracias al duro trabajo que realizaba en la empresa y los ejercicios que hacía regularmente en un gimnasio. Ahora ejecutaba todas las noches sin falta varias series de abdominales y flexiones. En el pequeño espejo de cristal que tenía colgado de una de las paredes de la celda pudo ver las canas que veteaban su roja cabellera y la palidez carcelaria en que se había convertido el tono sonrosado que le daba a su rostro el trabajo al aire libre.
La ilusión de, la que se alimentaba consistía en que, de forma milagrosa, pudiera volver a la construcción. La agobiante reclusión y el ruido constante de ese lugar le habían hecho imaginarse residencias de clase media donde existiera un sistema aislante que garantizase un mínimo de intimidad con el número necesario de ventanas que permitiera acceder al exterior. Tenía varios cuadernos llenos de proyectos.
Siempre que Beth iba a visitarle (algo que últimamente había estado tratando de quitarle de la cabeza), le mostraba los últimos planos que había hecho, y juntos los comentaban como si algún día fuera realmente a poder volver al trabajo que más le gustaba: construir casas.
Ahora lo único que le quedaba por plantearse era cómo sería el mundo y dónde viviría la gente cuando lograra salir de ese terrible lugar.