Kate Carpenter miró con cierta condescendencia a los pacientes que aguardaban en la sala de espera del doctor. Llevaba cuatro años trabajando de enfermera de quirófano para el doctor Charles Smith, ayudándole en las operaciones que llevaba a cabo en su consulta, y le consideraba un genio.
No obstante, ella nunca había sentido la tentación de decirle que la operara. Rondaba los cincuenta años de edad, tenía una constitución robusta, la cara agradable y el pelo canoso. Ante sus amigos se definía como una contrarrevolucionaria de la cirugía plástica: «Lo que veis es lo que hay».
Si bien comprendía perfectamente que los clientes que tenían verdaderos problemas pidieran ayuda al doctor, sentía un ligero desprecio hacia los hombres y mujeres que, en su porfiada búsqueda de la perfección física, acudían a la consulta para someterse a un sinfín de operaciones. «Aunque también es verdad —decía a su marido— que son ellos quienes están pagando mi sueldo».
A veces Kate Carpenter se preguntaba por qué seguía trabajando para el doctor Smith. Trataba a todo el mundo, tanto a los pacientes como al personal de su consulta, con gran brusquedad, y en ocasiones llegaba a resultar grosero. Era poco dado a hacer elogios, aunque no perdía ocasión de señalar con tono sarcástico el error más insignificante. Pese a todo, concluía la enfermera, el salario y los beneficios eran excelentes, y ver trabajar al doctor Smith era verdaderamente emocionante.
No obstante, Kate Carpenter había observado últimamente que su malhumor iba en aumento. Los posibles clientes, que se dirigían a él atraídos por su excelente reputación, se sentían ofendidos por sus modales y cancelaban con una frecuencia cada vez mayor las citas concertadas para comenzar los tratamientos. Daba la impresión de que sólo atendía con especial cuidado a las mujeres agraciadas con la nueva «imagen», lo que era un nuevo motivo de queja para la enfermera Carpenter.
Por si su malhumor no fuera suficiente, la enfermera se había fijado en que durante los últimos meses el doctor se había mostrado distante, incluso ajeno a todo. En ocasiones, cuando le dirigía la palabra, la miraba inexpresivamente, como si tuviera la cabeza en otra parte.
Miró el reloj. Tal como había supuesto, tras acabar de reconocer a Barbara Tompkins, la última agraciada con la nueva «imagen», el doctor Smith se había metido en su despacho privado y había cerrado la puerta.
¿Qué haría ahí dentro?, se preguntó. ¿No se había dado cuenta de que se estaba haciendo tarde? Robin llevaba media hora a solas en la consulta número tres, y había tres pacientes aguardando en la sala de espera. De todos modos, su actitud no la sorprendía. Ya se había fijado en que, siempre que atendía a una de sus pacientes especiales, el doctor necesitaba pasar cierto tiempo a solas.
Señora Carpenter…
Sobresaltada, la enfermera alzó la vista del escritorio. El doctor Smith la estaba mirando fijamente.
—Creo que ya hemos hecho esperar bastante a Robin Kinellen —dijo con tono acusador. Tras sus gafas, sus ojos tenían un brillo glacial.