El doctor Charles Smith no abría la consulta los miércoles por la tarde. Normalmente dedicaba esas horas a tratamientos quirúrgicos y reconocimientos de pacientes procedentes del hospital. Esa tarde, sin embargo, tenía todas las horas libres. Mientras circulaba en su coche por la calle 68 Este y se acercaba a la empresa de relaciones públicas donde trabajaba Barbara Tompkins, abrió los ojos desmesuradamente y se felicitó por su buena suerte. Había un aparcamiento libre delante de la entrada del edificio. Iba a poder quedarse sentado allí y verla salir.
Cuando Barbara apareció finalmente en el umbral de la puerta, el doctor Smith sonrió de forma involuntaria. «Está preciosa», pensó. Tal como le había sugerido, llevaba el pelo suelto y ondulado en torno a la cara. Era el mejor peinado, le había dicho, para hacer resaltar sus nuevas facciones. Llevaba una chaqueta roja ajustada, una falda negra a la altura de la pantorrilla y zapatos de tacón bajo. Desde lejos ofrecía el aspecto de una persona elegante y triunfadora; él conocía hasta el menor detalle del aspecto que tenía de cerca.
Al ver que Barbara se subía a un taxi, puso en marcha el coche, un Mercedes negro de doce años de antigüedad, y empezó a seguirla. Como era habitual a esa hora, en Park Avenue no cabía ni un alfiler, y sin embargo no tuvo problemas en mantenerse detrás del taxi.
Avanzaron, hacia el sur, y el taxi se detuvo finalmente en The Four Seasons, en la 52 Este. Barbara habría quedado allí con alguien para beber algo, pensó. El bar estaría lleno a esa hora. No le sería difícil entrar sin ser visto.
Moviendo la cabeza en un gesto de negación, decidió que sería mejor volver a casa. Verla había sido suficiente. Casi excesivo, a decir verdad. Por un momento había creído que realmente se trataba de Suzanne. Ahora todo lo que quería era estar solo. Sofocó un gemido. Mientras la caravana avanzaba lentamente hacia el centro, repitió una y otra vez:
—Lo siento, Suzanne. Lo siento, Suzanne.