A las seis y media de la tarde, Geoff Dorso miró con disgusto la pila de mensajes que le habían llegado mientras estaba en los tribunales. Entonces se dio media vuelta. Desde las ventanas de su despacho de Newark tenía una magnífica vista del perfil de Nueva York, un panorama que resultaba relajante después de un largo día de trabajo.
Geoff era un chico de ciudad. Había nacido y crecido en Manhattan, aunque al cumplir los once años se había trasladado a Nueva Jersey con su familia. Este era el motivo por el que le daba la impresión de tener un pie en cada orilla del Hudson, y era una sensación que le agradaba.
A sus treinta y ocho años, Geoff era alto y delgado, y tenía un cuerpo que no evidenciaba el hecho de que fuera un goloso. El pelo negro azabache y la piel atezada eran reflejo de sus antepasados italianos. En cambio, sus intensos ojos azules eran herencia de su abuela, que era de origen irlandés e inglés.
El aspecto de Geoff respondía perfectamente a su condición de soltero. El surtido de corbatas que tenía era bastante caótico y la ropa que solía llevar daba una impresión de cierto descuido. Sin embargo, el montón de mensajes que había sobre su escritorio era una prueba de la excelente reputación que tenía como abogado criminalista y del respeto que se había ganado en el ámbito de las leyes.
Les dio un vistazo, seleccionó los más importantes y tiró los demás. De pronto arqueó las cejas. Kerry McGrath había dejado un aviso para que le llamara. Había dado dos números, el de su despacho y el de su domicilio. ¿De qué se trataría?, se preguntó. No tenía ningún caso pendiente en el condado de Bergen, el área de jurisdicción de Kerry McGrath.
Aunque en el curso de los años había visto a Kerry en diversas cenas del colegio de abogados y sabía que era candidata para el puesto de juez, Geoff no la conocía personalmente. La llamada le intrigaba. Ya era demasiado tarde para encontrarla en su despacho, así que decidió llamar a su casa.
*****
—Ya lo cojo yo —dijo Robin cuando sonó el teléfono.
«Bueno, seguramente será para ti —pensó Kerry mientras vigilaba los espaguetis—. Creía que la telefonitis sólo se contraía a partir de los diez años». Entonces oyó que su hija le gritaba para que lo cogiera ella.
Cruzó rápidamente la cocina en dirección al teléfono de la pared. Una voz desconocida dijo:
—¿Kerry?
—Sí.
—Soy Geoff Dorso.
Lo de dejarle un mensaje había sido fruto de un impulso; luego se había medio arrepentido de haberlo hecho. Kerry era consciente de que, si Frank Green se enteraba de que se había puesto en contacto con el abogado defensor de Skip Reardon, no se mostraría tan amable con ella como lo había hecho ese mismo día. Pero la suerte estaba echada.
—Geoff, probablemente esto no tenga la menor importancia, pero… —Se interrumpió. «Suéltalo», se dijo—. Geoff, hace poco mi hija ha sufrido un accidente y ha sido tratada por el doctor Smith…
—¡Charles Smith! —interrumpió Dorso—. ¡El padre de Suzanne Reardon!
—Sí. De eso se trata. Hay algo extraño en su comportamiento. —Ya era más sencillo franquearse, por lo que le habló de las dos mujeres que se parecían a Suzanne.
—¿Me estás diciendo que Smith está dando a otras mujeres la imagen de su hija? —exclamó Dorso—. Pero ¿de qué demonios estás hablando?
—Esto es lo que me inquieta. El sábado voy a llevar a Robin a otro cirujano plástico. Quiero preguntarle qué consecuencias tiene la reproducción de una cara desde el punto de vista quirúrgico. También voy a intentar hablar con el doctor Smith, aunque he pensado que si leo antes la transcripción del juicio, me será más fácil tratarlo. Sé que puedo conseguir una mediante la fiscalía, ya que debe de haber alguna en el archivo. El problema es que eso podría llevar cierto tiempo y no quiero que alguien se entere de que estoy buscándola.
—Tendrás una copia en tus manos mañana —prometió Dorso—. Te la enviaré al despacho.
—No, mejor mándamela aquí. Apunta mi dirección.
Me gustaría llevártela personalmente y hablar contigo. ¿Qué tal mañana entre las seis y las seis y media? ¿Es una buena hora? No te entretendré más de media hora, te lo prometo.
—Supongo que no habrá ningún problema.
—Entonces hasta mañana. ¡Ah!, y gracias, Kerry. —La comunicación se cortó.
Kerry se quedó mirando al auricular. ¿En qué se había metido?, se preguntó. No le había pasado inadvertida la emoción con que había reaccionado Dorso. «No debí utilizar la palabra “extraño” —pensó—. He puesto en marcha algo que tal vez no pueda detener».
Un ruido procedente de la cocina le hizo dar media vuelta. El agua que estaba hirviendo en la olla de los espaguetis había rebosado y estaba cayendo sobre las salidas del gas. Sin necesidad de mirar, supo que la pasta se había convertido en un engrudo.