Todo el mundo sabía, o pensaba que sabía, que Jason Arnott había heredado dinero de su familia. Hacía quince años que vivía en Alpine, donde había comprado la vieja casa Halliday, una mansión de veinte habitaciones situada en lo alto de una colina con una espléndida vista del parque interestatal Palisades.
Jason tenía poco más de cincuenta años, altura media, pelo escaso de color castaño, ojos cansados y un buen físico. Viajaba con frecuencia, hablaba vagamente sobre unas inversiones que tenía en Oriente y era un enamorado de las cosas hermosas. Su casa, con primorosas alfombras persas, muebles antiguos, magníficos cuadros y delicados objets d’art, era un regalo para la vista. Era un anfitrión soberbio, recibía pródigamente y, a su vez, se veía desbordado por las invitaciones que le mandaban los personajes más célebres, los aspirantes a famosos y los simplemente ricos.
Erudito e ingenioso, Jason afirmaba ser un pariente lejano de los Astor de Inglaterra, si bien la mayoría de la gente suponía que esto no era más que un producto de su imaginación. Sabían que se trataba de un personaje pintoresco, algo misterioso y verdaderamente encantador.
Lo que no sabían era que Jason era un ladrón. Por lo visto, nadie ataba los cabos necesarios para darse cuenta de que, tras un prudente intervalo de tiempo, prácticamente todas las casas que visitaba eran desvalijadas por alguien que parecía tener un método infalible para sortear los sistemas de seguridad. La única condición que se ponía era que pudiera llevarse él mismo los trofeos de sus aventuras. Raras habían sido las ocasiones a lo largo de su carrera en que había desvalijado la totalidad de los bienes de una propiedad. Tales episodios suponían un elaborado sistema de disfraces y la contratación de transportistas renegados que cargaran la furgoneta que guardaba en el garaje de la residencia secreta que tenía en una zona remota de las Catskills.
Allí adoptaba una identidad diferente. Sus vecinos, que vivían a bastante distancia los unos de los otros, le consideraban un recluso que no tenía interés en mantener relaciones sociales. Con la excepción de la asistenta y de algún que otro técnico, no se permitía pasar a nadie al interior de su refugio campestre, y aquéllos no tenían la menor idea del valor de los objetos que guardaba en él.
Si la casa que tenía en Alpine era un primor, la de las Catskills era verdaderamente impresionante, pues allí era donde Jason escondía los objetos robados de los que se sentía incapaz de separarse. Cada uno de los muebles era un tesoro. Tenía un Frederic Remington colgado de la pared del comedor, justo encima de un aparador Sheraton, sobre el que relucía un jarrón Peachblow.
Todo lo que había en Alpine había sido comprado con el dinero que Jason había obtenido vendiendo género robado. No había nada en la casa que llamara la atención de alguien que tuviera una memoria fotográfica para los objetos robados. Jason podía decir con toda tranquilidad y confianza: «Sí, es muy bonito, ¿verdad? Lo adquirí en Sotheby’s el año pasado», o «Fui al condado de Bucks cuando sacaron la finca Parker a subasta».
La única vez que Jason había cometido un error había sido diez años atrás, cuando a la asistenta que iba a su casa de Alpine los viernes se le habían caído las cosas que llevaba en el bolsillo. Al recogerlas, se le había pasado por alto la hoja de papel en que tenía apuntados los códigos de seguridad de cuatro casas de la zona. Jason los había copiado, había dejado la hoja donde la había encontrado antes de que la asistenta se diera cuenta de que la había perdido e, incapaz de resistirse a la tentación, había desvalijado las cuatro casas: la de los Ellots, la de los Ashton, la de los Donnatelli y la de los Reardon. Jason todavía se estremecía cuando recordaba la terrible noche en que había ido a robar esta última. Había logrado huir de milagro. Pero de aquello hacía ya años y, tras haber agotado todas las vías para ganar una apelación, Skip Reardon estaba preso y bien preso.
Esa noche la fiesta estaba de lo más animada. Jason agradeció con una sonrisa los efusivos cumplidos que le estaba dirigiendo Alice Bartlett Kinellen:
—Espero que Bob pueda venir —comentó el experto en antigüedades.
—Oh, seguro que viene. No es propio de él dejarme plantada.
Alice era una hermosa rubia que recordaba a Grace Kelly. Por desgracia, no tenía nada del encanto o de la calidez de la difunta princesa. Alice Kinellen era fría como el hielo. «Además de aburrida y posesiva —pensó Jason—. ¿Cómo podrá aguantarla Kinellen?».
—Está cenando con Jimmy Weeks —dijo ella en confianza entre trago y trago de champán—. Está hasta aquí con ese caso —dijo haciendo un gesto con la mano como si fuera a cortarse el cuello.
—Bueno, espero que Weeks también pueda venir —dijo Jason con sinceridad—. Sin embargo, sabía que no iba a ser así. Weeks llevaba años sin hacer acto de presencia en sus fiestas. De hecho, a raíz de la muerte de Suzanne Reardon, se había mantenido lejos de Alpine. Habían pasado once años desde que Jimmy Weeks conociera a Suzanne Reardon en una fiesta en la casa de Jason Arnott.