Kerry y Robin se encontraban en la sala de estar. Estaban en silencio pero a gusto. Como era la primera noche que hacía frío, habían decidido encender el primer fuego de la estación, lo que en su caso significaba abrir la espita de gas y apretar el botón que hacía brotar las llamas entre los troncos artificiales.
Kerry siempre daba la misma explicación a las personas que les visitaban:
—Tengo alergia al humo. Además, el fuego se parece al de una chimenea de verdad y da calor. De hecho, se parece tanto que la asistenta ha limpiado las cenizas artificiales con el aspirador y he tenido que comprar otras nuevas.
Robin puso sobre la mesita las fotografías que había hecho para su trabajo sobre el cambio de estaciones.
—Vaya noche… —comentó con satisfacción—. Hace frío y viento. No voy a tener que esperar a sacar el resto de las fotos. Dentro de poco, los árboles estarán pelados y habrá un montón de hojas en el suelo.
Kerry estaba sentada en su butaca favorita y tenía los pies apoyados sobre un cojín. Alzó la vista.
—No me las recuerdes. Me canso sólo de pensar en ellas.
—¿Por qué no compras uno de esos aparatos para recoger hojas?
—Te regalaré uno en Navidad.
—Muy graciosa… ¿Qué estás leyendo, mamá?
—Ven aquí, Rob. —Kerry le mostró el recorte de periódico con la fotografía de Suzanne Reardon—. ¿Reconoces a esta señora?
—Es la que estaba ayer en la consulta del doctor Smith.
—Eres muy observadora, pero no se trata de la misma persona. —Kerry acababa de empezar a leer la historia del asesinato de Suzanne Reardon. Su marido, Skip Reardon, un contratista de éxito que había llegado a ser multimillonario por sus propios esfuerzos, había encontrado a media noche su cuerpo tendido en el suelo del vestíbulo de su lujosa casa de Alpine. La habían estrangulado. El cadáver estaba cubierto de rosas rojas.
«Seguramente lo leí entonces —pensó Kerry—. Debió de causarme una gran impresión para acabar soñando con ello».
Veinte minutos más tarde leyó un recorte de periódico que le hizo sentir un nudo en la garganta. Skip Reardon había sido acusado de asesinato porque su suegro, el doctor Charles Smith, había dicho a la policía que su hija vivía atemorizada a causa de los desquiciados arrebatos de celos que sufría su marido.
—¡El doctor Smith era el padre de Suzanne Reardon! «Dios mío —pensó Kerry—. ¿Será éste el motivo por el que está dando la cara de su hija a otras mujeres? ¿Cuántas más tendrán el aspecto de Suzanne? Tal vez sea ésta la razón por la que nos soltó ese discurso sobre la conservación de la belleza».
—¿Qué ocurre, mamá? ¿Por qué pones esa cara? —preguntó Robin.
—Nada. Es que el caso es muy interesante. —Kerry miró el reloj que había sobre la repisa de la chimenea—. Son las nueve en punto, Rob. Hora de irse a la cama. Subo ahora mismo a darte las buenas noches.
Mientras Robin recogía las fotografías, Kerry dejó sobre el regazo los papeles que estaba leyendo. Había oído hablar de casos en que los padres no lograban reponerse de la muerte de un hijo y dejaban la habitación del hijo tal cual, con la ropa en los cajones, exactamente como la había dejado el niño. Sin embargo, «recrear» al hijo una y otra vez… Aquello, sin duda iba más allá de la tristeza.
Se levantó lentamente y siguió a Robin al piso de arriba. Después de darle el beso de buenas noches, se fue a su habitación, se puso el pijama y la bata, volvió abajo y, tras prepararse una taza de cacao, reanudó la lectura.
En efecto, el caso de Skip Reardon parecía estar resuelto. El acusado admitía que se había peleado con Suzanne durante el desayuno la mañana del día de su muerte, y que, de hecho, no habían dejado de discutir casi en ningún momento durante los días anteriores. Cuando había llegado a casa, a las seis de la tarde, la había encontrado poniendo unas rosas en un jarrón. Reardon añadía que le había dicho que fuera quien fuese quien se las hubiera regalado, podía quedarse con ellas, porque él se largaba. Entonces, según decía, había vuelto a su despacho, se había bebido un par de copas y se había quedado dormido en el sofá. Había regresado a su casa a media noche y se había encontrado con el cadáver de su mujer.
Sin embargo, nadie había corroborado su historia. En la carpeta también había una parte de la transcripción del juicio que incluía el testimonio de Skip. El fiscal le había acorralado de tal forma que el confuso acusado había acabado por contradecirse a sí mismo. No había resultado ser un testigo muy convincente, por no decir algo peor.
Kerry pensó que el abogado de Skip había preparado muy mal a su defendido para testificar. No le cabía duda de que, dadas las pruebas circunstanciales con las que contaba el fiscal, Reardon tenía que haberse mostrado tajante al negar que había asesinado a Suzanne. Sin embargo, era evidente que el inflexible interrogatorio que le había hecho Frank Green le había acobardado por completo. Innegablemente, pensó, Reardon había contribuido a cavar su propia tumba.
La sentencia se había dictado seis semanas después de la conclusión del juicio. Kerry había estado presente. Trató de acordarse de aquel día. Recordaba que Reardon era un hombre alto, pelirrojo y bien parecido. Había dado la impresión de sentirse incómodo con el traje a rayas que llevaba. Cuando el juez le había preguntado si quería decir algo antes de que se pronunciara sentencia, había repetido que era inocente.
Aquel día Geoff Dorso había acompañado a Reardon en su calidad de consejero auxiliar del abogado de la defensa. Kerry había oído hablar de él. Durante los diez años que habían pasado desde entonces, Geoff se había ganado una sólida reputación como abogado criminalista. No le conocía personalmente. Nunca se había enfrentado con él en los tribunales.
Empezó a leer el recorte de periódico sobre la condena. En él se citaban las palabras de Skip Reardon: «Soy inocente de la muerte de mi esposa. Jamás le hice daño. Jamás la amenacé. Su padre, el doctor Charles Smith, es un mentiroso. Ante Dios y este tribunal, juro que es un mentiroso».
Pese al calor que despedía el fuego, Kerry se estremeció.