El martes por la mañana, lo primero que hizo Kerry al llegar a su despacho fue llamar a Jonathan Hoover.
Como siempre, le resultó reconfortante oír su voz. Fue directa al grano.
—Jonathan, ayer Robin fue a Nueva York para el reconocimiento y, según parece, todo va bien. De todos modos, me quedaría mucho más tranquila si otro cirujano plástico me diera su opinión, alguno que coincida con el doctor Smith y me diga que no le van a quedar cicatrices. ¿Conoces a alguno que sea bueno?
Por el tono de su voz, la abogada pensó que Jonathan debía de estar sonriendo.
—No por experiencia personal.
—Nunca te ha hecho falta uno, desde luego.
—Gracias, Kerry. Permíteme que haga alguna averiguación. Grace y yo también pensábamos que debías ver a otro médico para tener una opinión diferente, pero no queríamos interferir. ¿Pasó algo ayer que te haya hecho tomar esta decisión?
—Sí y no. Tengo una cita ahora mismo. Ya te lo contaré la próxima vez que te vea.
—Te llamo esta tarde para darte un nombre.
—Gracias, Jonathan.
—De nada, señoría.
—No digas eso, Jonathan, que me vas a gafar.
En el momento en que iba a colgar el auricular, oyó cómo Jonathan se reía.
La primera cita que tenía esa mañana era con Corinne Banks, la ayudante del fiscal a la que, en su calidad de encargada de procesos, había asignado un caso de homicidio en accidente de tráfico. Según el horario de juicios, el suyo estaba programado para el próximo lunes y Corinne quería repasar ciertos aspectos de los cargos que tenía intención de presentar. Tras llamar a la puerta, la abogada entró en su despacho con una gruesa carpeta bajo el brazo. Tenía una sonrisa de oreja a oreja.
—Adivina qué ha averiguado Joe —dijo de buen humor.
Joe Palumbo era uno de sus mejores investigadores.
Kerry sonrió.
—Me muero de ganas de saberlo.
—Nuestro inocentísimo acusado, que afirma no haber tenido jamás ningún otro accidente, se ha metido en un buen lío. Amparándose en un carnet de conducir falso, ha cometido toda una serie de infracciones de tráfico, entre ellas un accidente mortal hace quince años. Me moría de ganas de encerrarle, y ahora estoy convencida de que podemos hacerlo. —Puso la carpeta sobre la mesa y la abrió—. De todos modos, lo que quería decirte es…
Veinte minutos más tarde, una vez Corinne se hubo marchado, Kerry descolgó el auricular. La alusión de Corinne al investigador le había dado una idea.
Cuando Joe Palumbo contestó con su habitual «¿Ssssí?», Kerry le preguntó:
—Joe, ¿tienes algún plan para la hora del almuerzo?
—Ni uno, Kerry. ¿No me irás a llevar a comer a Solari’s?
La abogada se echó a reír.
—Me encantaría, pero tengo otro plan en mente. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando aquí?
—Veinte años.
—¿No trabajarías en el caso Reardon, aquel que la prensa llamó el asesinato de las rosas rojas, hará unos diez años?
—Ése fue un caso muy sonado. No, no trabajé en él, pero creo recordar que lo resolvieron con bastante rapidez. «Nuestro dirigente» se ganó su reputación gracias a él.
Kerry sabía que Frank Green no era santo de la devoción de Joe Palumbo.
—¿Hubo muchas apelaciones? —preguntó.
—Oh, sí. Propusieron un montón de teorías. Parecía que el asunto no iba a concluir nunca —respondió el investigador.
—Creo que la última apelación fue rechazada hace un par de años —dijo Kerry—, pero ha surgido algo que ha despertado mi curiosidad por el caso. A lo que iba, quiero que examines los archivos de The Record y que saques todo lo que se haya publicado al respecto.
La abogada se imaginó a Joe poniendo alegremente los ojos en blanco.
—Cuenta con ello, Kerry. Por ti, cualquier cosa. De todas formas, ¿qué mosca te ha picado? Es un caso cerrado desde hace tiempo.
—Pregúntamelo cuando vengas.
El almuerzo de Kerry consistió en un sándwich y un café en su despacho. Palumbo llegó a la una y media con un sobre abultado bajo el brazo.
—Dicho y hecho.
Kerry le miró cariñosamente. Bajo, canoso, con diez kilos de más y siempre dispuesto a sonreír, Joe tenía un aire bonachón que desarmaba a cualquiera pero que no dejaba traslucir su habilidad para fijarse instintivamente en cualquier detalle que pudiera parecer insignificante a primera vista. La abogada había trabajado con él en algunos de los casos más importantes de los que se había encargado.
—Estoy en deuda contigo —dijo ella.
—Olvídalo, aunque he de confesar que tengo curiosidad. ¿Qué interés tienes en el caso Reardon, Kerry?
Titubeó. Por alguna razón, no le parecía correcto hablar todavía sobre lo que el doctor Smith estaba haciendo.
Palumbo advirtió que la abogada no estaba muy dispuesta a responderle.
—Descuida. Ya me lo dirás cuando puedas. Hasta luego.
Kerry tenía pensado llevarse el informe a casa y leerlo después de cenar, pero no pudo resistir la tentación y sacó el primer recorte. «Estaba en lo cierto —pensó—. Fue hace sólo un par de años».
Se trataba de una pequeña reseña que había aparecido en la página 32 de The Record. En ella se indicaba que el Tribunal Supremo de Nueva Jersey había rechazado la quinta apelación de Skip Reardon para ir de nuevo a juicio y que su abogado, Geoffrey Dorso, había prometido encontrar motivos para interponer otra apelación.
Las palabras de Dorso eran: «Voy a seguir intentándolo hasta que Skip Reardon sea exculpado y salga de la cárcel. Es un hombre inocente».
«Cómo no —pensó Kerry—. Eso es lo que dicen todos los abogados».