Pamela Worth había sido un error. Esta idea mantuvo despierto al doctor Smith prácticamente toda la noche del lunes. Ni siquiera la belleza del rostro que le acababa de esculpir contrarrestaba la falta de elegancia en su porte y la estridencia de su voz.
«Debí darme cuenta de inmediato», pensó. En realidad, lo supo desde el primer momento, pero había sido incapaz de contenerse. Su estructura ósea la había convertido en una candidata ridículamente apta para semejante transformación. Y el hecho de ver cómo dicho cambio se hacía realidad por obra de sus dedos le había permitido volver a sentir parte de la emoción que le había embargado la primera vez.
Se preguntó qué haría cuando le fuera imposible seguir operando. Un momento que se hallaba cada vez más cerca. El leve temblor de manos que ahora le molestaba no tardaría en hacerse más pronunciado. La molestia daría lugar a la incapacidad.
Encendió la luz, pero no la de la mesita de noche, sino la que iluminaba el cuadro que había colgado en la pared de delante de la cama. Lo miraba todas las noches antes de dormir. Era tan hermosa. Sin embargo, ahora que no tenía puestas las gafas, la mujer que aparecía en él daba la impresión de estar desfigurada, deformada, como si tuviera el aspecto que había ofrecido al morir.
—Suzanne —musitó. Entonces, sumido en el dolor que le traía la memoria, se tapó los ojos con el brazo para borrar la imagen. No podía soportar el recuerdo del aspecto con que se había quedado, despojada de su belleza, con los ojos desorbitados, la punta de la lengua asomando sobre el fláccido labio inferior y la mandíbula desencajada…