—El estado de Connecticut demostrará que Molly Carpenter Lasch mató premeditadamente a su marido el doctor Gary Lasch; que mientras él estaba sentado ante su escritorio, dándole la espalda, ella le rompió el cráneo con una pesada escultura de bronce; que le dejó desangrándose hasta morir mientras subía a su dormitorio y se quedaba dormida…
Los periodistas sentados detrás de la acusada escribían frenéticamente redactando el borrador de los artículos que deberían entregar antes de un par de horas, si querían que llegaran antes del cierre de la edición. La veterana columnista del Women's News Weekly empezó a escribir con su habitual prosa farragosa: «El juicio de Molly Carpenter Lasch, acusada del asesinato de su marido, Gary, ha empezado esta mañana en la añeja y digna sala del tribunal de la histórica ciudad de Stamford, Connecticut».
Medios de comunicación de todo el país cubrían el juicio. El enviado del New York Post estaba describiendo la apariencia de Molly, y hacía hincapié en el atavío que había elegido para el primer día. Qué maravilla, pensó, una notable mezcla de elegancia y seducción. No era una combinación que se viera con frecuencia, sobre todo en la mesa de la defensa. Observó que estaba sentada con la espalda recta, casi majestuosa. Alguien la calificaría de «desafiante», no cabía duda. Sabía que tenía veintiséis años. Comprobó con sus propios ojos que era delgada. Cabello rubio oscuro, largo hasta el cuello. Llevaba un vestido azul y pendientes de oro pequeños. Estiró el cuello hasta comprobar que exhibía la alianza matrimonial. Tomó buena nota del detalle.
Mientras miraba, Molly Lasch se volvió y paseó la vista en derredor, como si buscara rostros conocidos. Por un momento sus ojos se encontraron, y observó que los de la acusada eran azules, y las pestañas, largas y oscuras.
El reportero del Observer estaba anotando sus impresiones sobre la acusada y la sesión. Como su revista era semanal, podía dedicar más tiempo a redactar su artículo. «Molly Carpenter Lasch parecería más en su ambiente en un club de campo que en una sala de tribunal», escribió. Miró a la familia de Gary Lasch, sentada al otro lado del pasillo.
La suegra de Molly, la viuda del legendario doctor Jonathan Lasch, estaba sentada con su hermana y su hermano. Era una mujer delgada de más de sesenta años, con una expresión rígida e inflexible. Era evidente que, si le concedieran la oportunidad, administraría de buen grado la inyección letal a Molly, pensó el reportero del Observer.
Se volvió y miró alrededor. Los padres de Molly, una atractiva pareja cincuentona, tenían un aspecto tenso, angustiado y dolorido. Anotó estas palabras en su libreta.
A las diez y media, la defensa empezó sus alegaciones.
—El fiscal les acaba de decir que demostrará la culpabilidad de Molly Lasch más allá de toda duda razonable. Damas y caballeros, les aseguro que las pruebas demostrarán que Molly Lasch no es una asesina. De hecho, es tan víctima de esta espantosa tragedia como su marido.
»Cuando hayan escuchado todo lo referente a las pruebas de este caso, llegarán a la conclusión de que Molly Carpenter Lasch regresó el pasado domingo por la noche, 8 de abril, de su casa de Cape Cod; de que encontró a su marido derrumbado sobre su escritorio; de que le aplicó el boca a boca para intentar reanimarle, oyó sus jadeos finales, y después, al comprender que había muerto, subió a su dormitorio y, conmocionada por completo, cayó inconsciente sobre la cama.
Molly, silenciosa y atenta, seguía sentada a la mesa de la defensa. Sólo son palabras, pensó, no pueden hacerme daño. Era consciente de todos los ojos clavados en ella, curiosos y críticos. Algunos de sus conocidos más íntimos habían salido a su encuentro en el pasillo, besado su mejilla, apretado su mano. Una de ellas era Jenna Whitehall, su mejor amiga desde los años de enseñanza secundaria en la academia Cranden. Ahora trabajaba en un gabinete de abogados. Su marido Cal era el presidente de la junta directiva del hospital Lasch y de la HMO[1] que Gary había fundado con el doctor Peter Black.
Los dos se han portado de maravilla, pensó Molly. Como necesitaba huir de todo, se había alojado con Jen en Nueva York algunas veces durante los últimos meses, y le había sido de gran ayuda. Jenna y Cal todavía vivían en Greenwich, pero durante la semana Jen solía pasar la noche en el apartamento que tenían cerca de la plaza de las Naciones Unidas, en Manhattan.
Molly también había visto en el pasillo al doctor Peter Black. Éste siempre la había tratado muy bien, pero al igual que la madre de Gary, había preferido no saludarla. La amistad entre Gary y él se remontaba a sus tiempos de la facultad de medicina. Molly se preguntó si Peter estaría a la altura de Gary como director del hospital y de la HMO. Poco después de la muerte de Gary, la junta le había elegido director general, con Cal Whitehall como presidente.
Tomó asiento, aturdida, cuando el juicio se inició. El fiscal empezó a llamar a los testigos. A medida que entraban y salían, para Molly no eran más que caras y voces borrosas. Después Edna Barry, la regordeta sesentona que había sido su ama de llaves a tiempo parcial, subió al estrado.
—Llegué a las ocho de la mañana, como de costumbre —declaró.
—¿El lunes 9 de abril?
—Sí.
—¿Desde cuándo trabajaba para Gary y Molly Lasch?
—Desde hacía cuatro años. Pero había trabajado para la madre de Molly desde que ésta era pequeña. Siempre fue muy buena conmigo.
Molly captó la mirada de compasión que la señora Barry le dirigió. No quiere hacerme daño, pensó, pero va a contar cómo me encontró, y sabe la impresión que causará.
—Me sorprendió que las luces de la casa estuvieran encendidas —decía la Señora Barry—. La maleta de Molly estaba en el vestíbulo, y por eso supe que había regresado de Cape Cod.
—Señora Barry, por favor describa la distribución de la primera planta de la casa.
—El vestíbulo es amplio, como un recibidor. Cuando daban fiestas multitudinarias, servían cócteles allí antes de la cena. La sala de estar está justo al otro lado del vestíbulo, encarada hacia la puerta principal. El comedor está a la izquierda, y se llega mediante un amplio pasillo provisto de una barra de bar. La cocina y el salón se encuentran también en esa ala, mientras que la biblioteca y el estudio del doctor Lasch están situados a la derecha de la entrada.
Llegué a casa temprano, pensó Molly. No había mucho tráfico en la I-95, y realicé el trayecto en menos tiempo del que había calculado. Sólo me había llevado una bolsa de viaje, que dejé en el vestíbulo. Después, cerré la puerta con llave y llamé a Gary. Fui al estudio a buscarle.
—Entré en la cocina —dijo la señora Barry al fiscal—. Había copas de vino y una bandeja con restos de queso y galletas sobre la encimera.
—¿Eso le resultó extraño?
—Sí. Molly siempre limpiaba la cocina cuando tenían invitados.
—¿Y el doctor Lasch?
Edna Barry sonrió con indulgencia.
—Bueno, ya sabe cómo son los hombres. No solía recoger las cosas. —Hizo una pausa y arrugó el entrecejo—. Fue entonces cuando me di cuenta de que algo iba mal. Pensé que Molly había venido y vuelto a marcharse.
—¿Por qué?
Molly advirtió que la señora Barry vacilaba cuando volvió a mirarla. A mamá siempre le fastidió un poco que la señora Barry me llamara Molly y yo la llamara señora Barry. Pero a mí me daba igual, pensó. Me conoce desde que era una niña.
—Molly no estaba en casa cuando fui el viernes. El lunes anterior, cuando yo estaba allí, se fue a Cape Cod. Parecía muy disgustada.
—¿En qué sentido?
Fue una pregunta inesperada y brusca. Molly percibió la hostilidad que el fiscal sentía por ella, pero por algún motivo no la preocupó.
—Estaba llorando mientras hacía la maleta, y me di cuenta de que estaba muy enfadada. Molly es una persona muy tranquila. No se irrita con facilidad. En todos los años que trabajé para ella, nunca la vi tan irritada. No paraba de decir: «¿Cómo ha sido capaz? ¿Cómo ha sido capaz?». Le pregunté si podía ayudarla en algo.
—¿Qué dijo?
—Dijo: «Puede matar a mi marido».
—¿«Puede matar a mi marido»?
—Sabía que no lo decía en serio. Pensé que habrían discutido, y supuse que se marchaba a Cape Cod hasta que el asunto se enfriara.
—¿Solía tener esas reacciones, hacer las maletas y largarse?
—Bueno, a Molly le gusta Cape Cod. Dice que le ayuda a aclarar las ideas. Pero esta vez era diferente. Nunca la había visto marcharse así, tan disgustada.
Miró a Molly con compasión.
—Muy bien, señora Barry, volvamos a ese lunes por la mañana, 9 de abril. ¿Qué hizo después de ver el estado de la cocina?
—Fui a ver si el doctor Lasch estaba en el estudio. La puerta estaba cerrada. Llamé con los nudillos pero nadie contestó. Giré el pomo, y noté que estaba un poco pegajoso. Entonces abrí la puerta y le vi. —La voz de Edna Barry tembló—. Estaba sentado en su silla y caído sobre el escritorio. Tenía la cabeza con manchas de sangre seca. Todo su cuerpo estaba ensangrentado, así como la silla, el escritorio y la alfombra. Comprendí al instante que estaba muerto.
Molly, después de oír el testimonio del ama de llaves, pensó en aquel domingo por la noche. Llegué a casa, entré, cerré con llave la puerta principal y fui al estudio. Estaba segura de que encontraría a Gary allí. La puerta estaba cerrada. La abrí… No recuerdo qué pasó después de eso.
—¿Qué hizo entonces, señora Barry? —preguntó el fiscal.
—Llamé a la policía. Después pensé en Molly, en que tal vez estaba herida. Corrí escaleras arriba hacia su dormitorio. Cuando la vi sobre la cama, pensé que también estaba muerta.
—¿Por qué lo pensó?
—Porque tenía la cara ensangrentada. Entonces abrió los ojos, sonrió y dijo «Hola, señora Barry. Creo que he dormido demasiado».
Levanté la vista, pensó Molly, y caí en la cuenta de que seguía con la ropa puesta. Por un momento pensé que había sufrido un accidente. Mi ropa estaba sucia, y notaba las manos pegajosas. Me sentía atontada y desorientada, y me pregunté si estaba en un hospital en lugar de en mi habitación. Me pregunté si Gary también habría resultado herido. Entonces, oí que llamaban a la puerta de abajo. Era la policía.
La gente hablaba a su alrededor, pero las voces de los testigos sonaron borrosas de nuevo. Molly era vagamente consciente de que los días transcurrían, de que entraba y salía de la sala del tribunal, de ver gente subir y bajar del estrado de los testigos.
Oyó que prestaban declaración Cal, Peter Black y Jenna. Cal y Peter dijeron que el domingo por la tarde habían llamado a Gary para anunciarle su visita, pues sabían que algo iba mal.
Dijeron que encontraron a Gary muy nervioso, pues sabía que Molly había averiguado que mantenía relaciones con Annamarie Scalli.
Cal dijo que Gary le había contado que Molly había pasado toda la semana en su casa de Cape Cod, y que no quería hablar con él cuando la llamaba, que colgaba el teléfono en cuanto oía su voz.
—¿Cómo reaccionaron cuando el doctor Lasch confesó esta relación? —preguntó el fiscal.
Cal dijo que los dos se quedaron muy preocupados, tanto por el matrimonio de sus amigos como por los posibles perjuicios para el hospital si trascendía un escándalo que implicara al doctor Lasch y a una joven enfermera. Gary les había asegurado que no habría escándalo. Annamarie iba a abandonar la ciudad. Tenía pensado entregar el bebé en adopción. El abogado de Gary le había ofrecido setenta y cinco mil dólares de compensación a cambio de una declaración jurada de que guardaría el secreto, y Annamarie la había firmado.
Annamarie Scalli, pensó Molly, esa joven enfermera bonita, morena y de aspecto sexy. Recordaba que la había conocido en el hospital. ¿Se había enamorado Gary de ella, o se trataba sólo de la típica relación superficial que se le escapó de las manos cuando Annamarie se quedó embarazada? Tantas preguntas sin respuesta. ¿Gary me amaba?, se preguntó. ¿O nuestra vida en común era una farsa? Meneó la cabeza. No. Era demasiado doloroso pensar eso.
Entonces, Jenna subió al estrado. Sé que prestar testimonio es doloroso para ella, pensó Molly, pero el fiscal la había emplazado, y no tuvo otro remedio.
—Sí —admitió Jenna, en voz baja y vacilante—, llamé a Molly a Cape Cod el día que Gary murió. Me dijo que él mantenía relaciones con Annamarie y que ésta estaba embarazada. Molly estaba destrozada.
Apenas escuchaba lo que decían. El fiscal preguntó si Molly estaba furiosa. Jenna dijo que Molly estaba herida. Jenna admitió por fin que Molly estaba muy enfadada con Gary.
—Levántate, Molly. El juez se va.
Philip Matthews, su abogado, la ayudó a ponerse en pie y la acompañó mientras salían de la sala del tribunal. Los flashes destellaron en su cara. La hizo abrirse paso a toda prisa entre la multitud y la metió dentro de un coche que esperaba.
—Nos encontraremos con tus padres en casa —dijo mientras se alejaban.
Sus padres habían venido desde Florida para estar con ella. Querían que se trasladara de la casa donde Gary había muerto, pero ella no podía hacerlo. Se la había regalado su abuela, y la adoraba. A instancias de su padre, había accedido a volver a decorar el estudio. Se desembarazaron de todos los muebles, y la habitación se remodeló de arriba abajo. Habían quitado el revestimiento de caoba, así como la colección de muebles y antiguos objetos artísticos norteamericanos que Gary tanto apreciaba. Sus pinturas, esculturas, alfombras, lámparas de aceite y el escritorio Wells Fargo, con su sofá y butacas de piel marrón, habían sido sustituidos por un sofá de calicó, un confidente a juego y mesas de roble descoloridas. Pese a todo, la puerta del estudio siempre permanecía cerrada.
Una de las piezas más valiosas de la colección, una escultura de 75 cm de altura que representaba a un caballo con su jinete, un original de Remington[2] en bronce, continuaba en poder de la oficina del fiscal. Decían que la había utilizado para golpear a Gary en la cabeza.
A veces, cuando estaba segura de que sus padres dormían, Molly bajaba de puntillas a la planta baja, se detenía ante la puerta del estudio y trataba de de recordar los detalles del momento en que había encontrado muerto a Gary.
Por más que se esforzaba, cuando pensaba en aquella noche, no recordaba haberle dirigido la palabra, ni acercarse a él. No recordaba haber aferrado aquella escultura por las patas delanteras del caballo y haberle golpeado con fuerza suficiente para hundirle el cráneo. Pero decían que lo había hecho.
De vuelta a casa, después de otro día en la sala del tribunal, advirtió una preocupación creciente en el rostro de sus padres, y la ansiedad protectora con que la abrazaban. Se quedó rígida entre sus brazos, retrocedió y les miró inexpresivamente.
Sí, una hermosa pareja. Todo el mundo decía lo mismo. Molly sabía que se parecía a su madre Ann. Walter Carpenter, el padre, las superaba en estatura. Tenía el pelo canoso. Antes era rubio. Lo llamaba su herencia vikinga. Su abuelo era danés.
—Estoy seguro de que a todos nos apetece una copa —dijo, mientras las precedía hacia el bar.
Molly y su madre tomaron una copa de vino. Philip pidió un martini. Mientras su padre se lo preparaba, dijo:
—Philip, ¿ha sido muy perjudicial el testimonio de Black?
Molly notó el tono forzado, demasiado animoso, de la respuesta de Philip Matthews.
—Creo que podremos neutralizarlo cuando encuentre una fisura.
Philip Matthews, el todopoderoso abogado defensor de treinta y ocho años, se había convertido en una estrella de los medios. El padre de Molly había jurado que conseguiría para su hija lo mejor que su dinero pudiera comprar, y Matthews lo era, pese a su juventud. ¿Acaso no había conseguido la absolución para aquel ejecutivo de la televisión cuya esposa había sido asesinada? Sí, pensó Molly, pero no le habían encontrado cubierto de la sangre de la víctima.
Notó que sus ideas se aclaraban un poco, aunque sabía que el efecto volvería a reproducirse. Siempre sucedía. En aquel momento, sin embargo, comprendió lo que todo el mundo presente en la sala del tribunal debía pensar, sobre todo el jurado.
—¿El juicio se prolongará mucho más? —preguntó.
—Unas tres semanas —contestó Matthews.
—Y después me declararán culpable —dijo—. ¿Crees que lo soy? Sé que todo el mundo lo cree, porque estaba furiosa con él. —Exhaló un profundo suspiro—. La mayoría cree que miento cuando digo que no recuerdo nada de lo sucedido, y unos pocos creen que no recuerdo lo ocurrido aquella noche porque estoy loca.
Consciente de que la estaban siguiendo, Molly caminó por el pasillo hasta el estudio y abrió la puerta. Una sensación de irrealidad se apoderó de ella una vez más.
—Esa semana en Cape Cod. Recuerdo que paseaba por la playa y pensaba que todo era muy injusto. Que tras cinco años de matrimonio, perder el primer hijo y desear otro con todas mis fuerzas, me quedé embarazada, pero aborté a los cuatro meses. ¿Os acordáis? Vinisteis desde Florida, porque estabais preocupados por mí. Luego, sólo un mes después de perder a mi hijo, descolgué el teléfono y oí a Annamarie Scalli hablando con Gary, y comprendí que estaba embarazada de él. Me sentí furiosa, y muy herida. Recuerdo haber pensado que al arrebatarme a mi hijo Dios había castigado a la persona que menos lo merecía.
Ann Carpenter abrazó a su hija. Esta vez, Molly no opuso resistencia.
—Estoy asustada —susurró—. Muy asustada.
—Vamos a la biblioteca —dijo Philip Matthews—. Creo que allí nos enfrentaremos mejor a la realidad. Opino que deberíamos llegar a un acuerdo con el fiscal: una declaración de culpabilidad a cambio de una reducción de la pena.
Molly se puso de pie ante el juez e intentó concentrarse mientras el fiscal hablaba. Philip Matthews le había dicho que el fiscal había accedido a regañadientes a aceptar su declaración de culpabilidad, que significaba una sentencia de diez años, porque el punto débil del caso era Annamarie Scalli, la amante embarazada de Gary Lasch, que aún no había prestado declaración. Annamarie había dicho a los investigadores que aquel domingo por la noche estaba en casa sola.
—El fiscal sabe que intentaré desviar las sospechas hacia Annamarie —le había explicado Matthews—. Ella también estaba furiosa y resentida con Gary. Habríamos podido sembrar la duda en un jurado en desacuerdo pero si te condenaran sería a cadena perpetua. De esta manera, saldrás en un plazo máximo de cinco años.
Le tocó el turno de pronunciar las palabras que todo el mundo esperaba.
—Su señoría, si bien no recuerdo nada de lo sucedido aquella horrible noche, reconozco que las pruebas de la acusación son contundentes y apuntan a mí como culpable. Acepto que las pruebas han demostrado que asesiné a mi marido.
Es una pesadilla, pensó Molly. No tardaré en despertar, y me encontraré en casa, sana y salva.
Quince minutos después de que el jurado le hubiera impuesto la sentencia de diez años, la condujeron esposada hasta la furgoneta que la trasladaría a la prisión de Niantic, el penal femenino del estado.