«Érase una vez» es la fórmula que emplean la mayoría de escritores para empezar una historia. Es el principio de un viaje. Definimos a los personajes que hemos perfilado en nuestra mente. Examinamos sus problemas. Contamos su historia. Y durante el proceso necesitamos mucha ayuda.
Que las estrellas iluminen a mis editores, Michael Korda y Chuck Adams, por su guía, supervisión y estímulo. Un millón de gracias, chicos.
Gypsy da Silva, supervisora de manuscritos, Carol Catt, preparadora de originales, Barbara Raynor, correctora de pruebas, y las asistentes Carol Bowie y Rebecca Head continúan superándose en su entrega de tiempo y generosidad. Dios os bendiga y muchas gracias.
Un tributo agradecido a mi publicista, Lisl Cade, siempre mi leal amiga, admiradora y portavoz.
Loor y gloria a mis agentes, Gene Winick y Sam Pinkus, por sus sabios consejos y estímulos.
Profundas gracias a mis amigos, que con tanta generosidad me han transmitido sus conocimientos médicos, legales y técnicos: el doctor Richard Roukema, psiquiatra, la doctora Ina Winick, psicóloga, el doctor Bennett Rothenberg, cirujano plástico, Mickey Sherman, abogado criminalista, las escritoras Lindy Washburn y Judith Kelman, la productora Leigh Ann Winick.
Muchísimas gracias a mi familia por toda su ayuda y apoyo: los Clark, Marilyn, Warren y Sharon, David, Carol y Pat; los Conheeney, John y Debby, Barbara, Trish, Nancy y David. Chapeau para mis lectoras Agnes Newton, Irene Clark y Nadine Petry.
Y, por supuesto, amor y ramos de flores para él, mi marido, John Conheeney, un modelo de paciencia, solidaridad e ingenio.
Una vez más, citaré con alegría a mi monje del siglo XV: «El libro está terminado. Dejad que hable el escritor».