—¿Por qué no llamas a Molly?
Jenna Whitehall miró a su marido, sentado frente a ella al otro lado de la mesa. Vestida con una cómoda camisa suelta de seda y pantalones negros de seda, su aspecto era tremendamente atractivo, una impresión realzada por el cabello castaño oscuro y los ojos color avellana. Había llegado a casa a las seis y escuchado sus mensajes. No había ninguno de Molly.
—Cal —dijo intentando disimular su irritación—, sabes que dejé un mensaje a Molly en su contestador automático. Si quisiera compañía, ya me habría llamado. Está claro que esta noche desea estar sola.
—Aún no entiendo por qué ha querido volver a esa casa —dijo él—. ¿Cómo puede entrar en ese estudio sin recordar aquella noche, sin pensar en que cogió la escultura y le aplastó la cabeza al pobre Gary? A mí me pondría la carne de gallina.
—Cal, ya te he pedido antes que no hables de eso. Molly es mi mejor amiga, y la quiero. No recuerda nada sobre la muerte de Gary.
—Eso dice ella.
—Y yo la creo. Ahora que ha vuelto a casa, procuraré estar con ella siempre que quiera. Y cuando no lo quiera, me esfumaré. ¿De acuerdo?
—Estás muy atractiva cuando te enfadas e intentas disimularlo, Jen. Suéltalo. Te sentirás mejor.
Calvin Whitehall apartó la silla de la mesa y se acercó a su mujer. Era un hombre de aspecto formidable, alto y corpulento, de unos cuarenta años y pelo rojo no muy abundante. Las pobladas cejas que coronaban sus ojos de un azul pálido intensificaban el aura de autoridad que emanaba de él, incluso en su casa.
No había nada en la presencia o el porte de Cal que delatara sus comienzos humildes. Había puesto mucha distancia entre él y la casa de madera para dos familias de Elmira, Nueva York, donde se había criado.
Una beca en Yale, así como su habilidad para imitar los modales y porte de sus compañeros de mejor cuna, habían conducido a un ascenso espectacular en el mundo de los negocios. Su chiste privado era que lo único útil recibido de sus padres era un apellido que sonaba elegante.
Ahora, instalado en una mansión de doce habitaciones de Greenwich, amueblada con gusto exquisito, Cal saboreaba la vida con la que había soñado años antes en el diminuto y espartano cuarto donde se había refugiado de sus padres, que pasaban las noches bebiendo vino barato y peleando. Cuando las voces se alzaban en exceso, o las discusiones degeneraban en violencia, los vecinos llamaban a la policía. Cal aprendió a temer la sirena de la policía, el desprecio en los ojos de los vecinos, las burlas de sus compañeros de clase, los comentarios que circulaban acerca de sus impresentables padres.
Era muy inteligente, lo suficiente para saber que su única forma de progresar era la educación, y de hecho sus profesores pronto se dieron cuenta de que había sido bendecido por una inteligencia casi propia de un genio. En su habitación de suelo hundido y paredes desconchadas, con una sola bombilla colgando del techo, había estudiado y leído con voracidad, y se concentró en aprender todo lo posible sobre las posibilidades y el futuro de los ordenadores.
A los veinticuatro años, tras obtener un máster en administración de empresas, fue a trabajar a una empresa de informática muy competitiva. A los treinta años, poco después de trasladarse a Greenwich, arrebató el control de la empresa a su perplejo propietario. Fue su primera oportunidad de jugar al gato y el ratón, de juguetear con su presa sabiendo desde el primer momento que iba a ganar la partida. La satisfacción de la matanza aplacó la ira persistente provocada por las palizas de su padre, la consiguiente necesidad de halagar a una serie de patrones.
Años después, vendió la empresa por una fortuna, y ahora dedicaba el tiempo a controlar su miríada de empresas.
Su matrimonio no había dado hijos, y lo agradecía en lugar de obsesionarse por esa carencia, como le había sucedido a Molly Lasch. Jenna dedicaba todas sus energías a la práctica de la abogacía en Manhattan. Ella también formaba parte de su plan. El traslado a Greenwich. La elección de Jenna, una joven atractiva e inteligente, de una buena familia de recursos limitados. Sabía muy bien que la vida que podría proporcionar a Jenna constituiría un gran atractivo para ella. Al igual que a él, la seducía el poder.
A Cal también le gustaba jugar con ella. Le dedicó una sonrisa beatífica y acarició su pelo.
—Lo siento —dijo con aire contrito—. Creo que a Molly le habría gustado que fueras a verla, aunque no te haya llamado. Es un gran cambio volver a esa casa tan grande, y se sentirá muy sola. Tenía mucha compañía en la cárcel, aunque a ella no le gustara.
Jenna apartó la mano de su marido.
—Para. Ya sabes que no me hace gracia que me manoseen el pelo. He de repasar un informe para una reunión de mañana —anunció con brusquedad.
—Hay que estar siempre preparado. Así son los buenos abogados. No me has preguntado sobre mis reuniones de hoy.
Cal era presidente de la junta del hospital Lasch y de Remington Health Management. Con una sonrisa de satisfacción, añadió:
—Aún no está atado del todo. American National Insurance desea esas HMO tanto como nosotros, pero las conseguiremos. Y cuando lo hagamos, seremos la HMO más importante del Este.
Jenna lo miró con reticente admiración.
—Siempre consigues lo que deseas, ¿verdad?
Él asintió.
—Te conseguí a ti, ¿no?
Jenna apretó el botón situado debajo de la mesa para indicar a la doncella que ya podía despejar la mesa.
—Sí —musitó—, supongo que sí.